Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Repugnante, escamoso, gigantesco. Pero también dócil, atento y cariñoso con Augusto, el inventor de miniaturas que se despereza a su lado.
Porque, ¿quien sino él, Augusto, con tan poco, logró rescatarlos del lado oscuro de la historia, darles un lugar respetable en el mundo de la literatura, convertirlos, por fin, en el ejemplo más exquisito del menos es más, de la sutil tensión entre lo enorme y lo diminuto? Sí, se convence el dinosaurio, dedicaré mi vida a servirlo, a cuidarlo.
Entonces, una bola de fuego cae del cielo.
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