LA PORFIA
Nunca quise acristalar las rugosas ventanas de piedra de la parte alta de la torre de las mazmorras de mi viejo castillo. Orgullo de mis antepasados y de mí mismo, el Conde Alfredo de Auverns, el último miembro vivo de los Clemenceau des Auverns. La familia a quien esta región se lo debía todo y como era justo así me admiraban, respetaban y temían. Por los estrechos ventanales penetraban los aromas de los campos sembrados y la vista se inundaba de variopintos colores y volúmenes. Esa tarde, casi noche, distinguía a lo lejos, hacia el este, las luces rojas, azules y blancas de la verbena que, como todos los años, se había instalado en el pueblo al final de la vendimia. Esta noche iremos a visitarla, pensé. Al mirar hacia abajo, a los jardines del castillo, distinguí a mi amada Ciara podando el magnolio que ambos sembramos juntos el día de nuestra boda, ya hacía diez años cuando ella cumplió los quince. Imaginé su largo cabello al viento en la noria y su sonrisa tirando a los patitos con la escopeta de juguete. Ciara era mi más preciada posesión y yo para ella, la vida. Aquella noche, después de desembarazarnos de las agobiantes muestras de pleitesía de políticos, curas y demás fuerzas vivas, caminábamos charlando y riendo por entre los carromatos de la feria, cuando fuimos a parar al Oráculo de la Verdad. Se trataba de una talla en piedra de forma semicircular de dos metros de alto con una abertura en el centro y una inscripción en la parte baja que decía”: Nunca miente porque no teme a la muerte” Nos hizo gracia la atracción y nos detuvimos delante de ella. “Pregúntale algo” dije a mi amada Ciara. ¿El qué? Me contestó ruborizándose. Pregúntale quien es el gran amor de tu vida. ¿Quién es el amor de mi vida? Dijo ella sonriendo. Al punto un papel amarillento apareció en la abertura central. Lo cogí y leí en voz alta: “Sebastián” Aún resonaba en mi garganta la última letra de tan infausto nombre cuando mi amada se derrumbó a mis pies sin sentido.
Creí enloquecer. ¿Quién es Sebastián? le pregunté mil veces al día siguiente. “No lo sé” me contestó las mil. Es solo un juego. La máquina dice un nombre al azar. Argumentaba asustada viendo mi excitación. Pero yo tenía el modo de confirmarlo. Esa noche bajé al pueblo de incógnito y disfrazado. En pocos minutos estaba frente al Oráculo de la Verdad. Sabía muy bien qué preguntarle porque había algo en mi vida cuya respuesta solo yo conocía. Incluso una parte de mí procuraba negarla, pero era inútil, la verdad es la verdad. “¿Quién es el amor de mi vida? Pregunté al Oráculo. Inmediatamente, un papel amarillento apareció en la abertura. Con manos temblorosas levanté el papel y horrorizado pude leer la temida respuesta “ Marisella” Era definitivo, el Oráculo no mentía. Fuera de mí, herido y ultrajado, volví al castillo. Fueron semanas terribles. La humillé, sí. La maltraté, sí. La torturé...... Sí.
Solo su rostro angelical quedó a salvo de mi furia. Pero ella negaba y negaba. Por las noches movía los labios en sueños y yo leía en ellos su nombre “Sebastián” A veces la sorprendía mirando al horizonte melancólica. “Está pensando en él” Y me abalanzaba sobre ella ciego de furia. Pasaron las semanas y ambos parecíamos la sombra de nuestros cuerpos, Mi negativa a dejar que un médico la visitara hizo que le soldara mal la pierna rota y que más que andar se arrastrara tullida. El muñón de la muñeca izquierda no se le cangrenó, aunque cauterizar es sencillo si no te importa lo que sufra el paciente. Pero ella negaba y negaba. Por fin tomé una decisión y el doce de diciembre de ese año fallecí sin descendencia, familiares ni amigos, a los ojos de los hombres. Era muy arriesgado beber es pócima que llevaba siglos en ese recipiente extraño y misterioso y de cuyos efectos me habló mi abuelo y a él el suyo y a él el suyo. La apariencia de la muerte. Dejé un testamento ológrafo con una sola cláusula. Que mi cadáver, sin embalsamar y sin manipular de ninguna manera, fuera depositado en el panteón familiar sin exequias, misas o cualquier otra forma de conmemoración. Así se hizo. A los cuatro días desperté en mi tumba. Abrí el sarcófago y me incorporé. En una hornacina que se encontraba a los pies de la tumba de bisabuelo tenía agua y comida. Esa misma noche, atravesé la niebla húmeda del páramo y entré en el castillo. Solo llevaba el sudario e iba descalzo pero no sentía frío. Me dirigí al salón principal y enseguida oí voces. Se oían voces y risas. La risa de Ciara. Alguien estaba con ella. Entré en la estancia pero no lo advirtieron. Un hombre tenía a Ciara entre sus brazos y la besaba apasionadamente. “Sebastián” Grité con todas mis fuerzas. Dejó de besarla y me miró atónito. El resto no pude impedirlo. A mis cincuenta años se unía mi tremenda debilidad y no le fue difícil someterme y subirme a lo alto de la mazmorra sin ventanas donde me encadenaron.” Todos piensan que has muerto y es lo que vas a hacer” Me dijo Sebastián desafiante. Todos vamos a morir. Le dije. Solo necesitaba confirmar que ella es tan falsa como yo.
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