Corría el año 1932. La guerra del Chaco boreal, contienda en la que se enfrentaban Bolivia y Paraguay y que tenía motivaciones petroleras, estaba en pleno desarrollo. Un mayor del ejército paraguayo, que estaba al mando de un destacamento de soldados, atravesaba una región selvática y buscaba darle valor a sus hombres diciéndoles:
-Debemos demostrarles a los bolivianos, cómo combaten los paraguayos. Debemos hacer gala del mismo heroísmo que demostramos en la guerra de la triple alianza.
-Me sobra el cuerpo para demostrar ese coraje, mi mayor – le contestó uno de sus hombres.
- Cuando estemos frente a los enemigos demostraremos quienes somos los paraguayos.
Otro de sus subordinados propinó de diferente manera:
- No puedo decir lo mismo jefe; hasta diríase que yo inventé el miedo y que tengo los huesos impregnados del mismo. Es muy de loco no tener miedo en la guerra, todo el mundo lo tiene, pero sin embargo disimulan.
El jefe del destacamento por un momento se quedó sin responder a su subalterno pues pensó que eran sólidas sus argumentaciones y el soldado murmuró en baja voz:
- No me dice nada el jefe...
Luego el mayor rompió su silencio y respondió al soldado:
- Vencerás tu miedo y lo harás de esta manera, cuando estemos ante el enemigo combatirás en la primera línea, e irás a donde yo te mande.
- Bien, jefe. Iré, jefe –le contesta el subordinado sabiendo que no le queda otra alternativa que resignarse a acatar las órdenes de su superior. La marcha se hace lenta y fatigosa en esa intrincada maraña. Se oyen distintas quejas por parte de los combatientes.
- Duele el fusil, pesa el cansancio- dice uno de ellos.
Otro de ellos reclama:
- Chá que hace frío en el cañaveral.
Un tercero añade:
- Me da sueño esta marcha interminable.
Un cuarto soldado se vuelve a otro de sus compañeros que solloza y le interroga:
- ¿Por qué estás llorando?
El otro sin dejar de llorar le contesta:
- Siento la nostalgia de mi esposa y de mi hijo que quedaron en Asunción. El niño se me pierde de los ojos y si pierdo la vida en esta guerra, no lo veré nunca más- el soldado que así hablaba era Badaui.
A pesar de su estado de ánimo destrozado, cree escuchar la voz del jefe que le habla. Badaui se dirige hacia él, diciéndole:
-Oigo su voz, jefe.
Pero acto seguido caen en la cuenta que aquella era una voz mucho mas fraternal que la voz de un jefe que da órdenes a su subalterno y que había tendido su mano a Badaui para hacerle mas llevadera la dura marcha a través de la selva. No era voz de jefe, era voz de hombre y su mano, mano de amigo.
El jefe lo mira cariñosamente y le dice:
- Bien Badaui, no eres un pendejo.
Badaui introspectivamente murmura para sí mismo:
- Esto marcha, camino, no miro, camino.
La aparente paz y sosiego que significaban aquella monótona marcha fue quebrada por una cerrada descarga de fusilería.
- ¡Los bolivianos! –gritó el mayor. -¡Estamos en presencia del enemigo! Este es nuestro bautismo de fuego.
Badaui se sintió embargado por un entusiasta sentimiento de amor a su patria, a la tierra de sus padres. Recordó en ese momento, las palabras de su superior y corrió a batirse en primera fila. Ningún asomo de temor había en él.
Con acto de arrojo logró poner fuera de combate a varios soldados enemigos, ya sea matándolos o hiriéndolos.
De pronto, Badaui sintió un intenso dolor en su pecho. Un proyectil había penetrado en su cuerpo a la altura de su corazón.
En los últimos estertores de su vida, su pensamiento voló hacia Asunción, hacia su querido hijo Armando de tan solo siete años, y a su esposa Jacinta que llorarían su pérdida y maldecirían a esa guerra que les arrebató a su ser querido. Luego, el cuerpo de Badaui quedó inerte y sin vida tendido sobre la hierba.
Él había elegido su destino. Hubiera podido ser un excelente padre de familia, pero por sobre todas las cosas, prefirió ser un combatiente paraguayo.
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