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La primera vez que vi una rosa del desierto, alguien me habló de mares marchitos hace siglos, y de flores de agua que el tiempo y el olvido disfrazaron de piedra.

Pero fue en una de esas interminables noches en la wilaya de Smara, allá donde las estrellas amenazan con tragarte de golpe y para siempre, cuando escuché por primera vez la historia de esas rosas.

Recuerdo que en el aire se mezclaban los sonidos de la luna con el olor a incienso llegado de alguna parte, y las sombras de las jaimas me susurraban cuentos al oído, que se amarraron en algún lugar de mi memoria, para buscar allí esa patria, que el exilio les robó.

Me hablaron de un amor que fue posible, entre una duna y un rosal, y desde entonces ya no creo a quien me habla de fósiles y ciencias, porque sé que la noche del desierto sabe más que nadie de amores y desencuentros.

EL ROSAL Y LA DUNA
Hace mucho tiempo, cuando los marroquíes invadieron el Sáhara Occidental, los saharauis tuvieron que huir hacia un futuro incierto. Cogieron sus maletas y baúles, agarraron de la mano a sus ancianos y a sus niños y, sin volver la vista atrás, tomaron rumbo hacia la tierra de nadie, donde les esperaba un sol implacable que les dio cobijo en medio de la nada

Cuentan que, antes de partir, alguien escuchó la voz de un anciano Saharaui que lanzó al mar la promesa de un regreso, y las olas la convirtieron en espuma:
-Volveremos pronto, quizás mañana; espéranos en El Aaiún.

Allí, en El Aaiún, vivía una mujer que solo se llevó rosas al exilio. No preparó maletas ni baúles, y no agarró de la mano a ningún hombre y a ningún niño. Marchó sola con sus flores y la esperanza abierta de que a donde quiera que llegaran pudieran florecer como antes florecieron en el patio de su casa.

Fueron las rosas más bonitas de El Aaiún, regadas con agua de mar y con caricias prestadas que les dejaba el viento. Crecieron con las risas de los niños del patio vecino, y vieron durante mucho tiempo cómo se amarraban las culturas bajo el asfalto de las aceras.

Presintieron la huida en sus espinas, pero no pudieron hacer nada para evitar la larga marcha.

Cuando los saharauis llegaron al desierto, comenzaron a levantar jaimas y a buscar pozos de agua para ganarle la batalla al sol y a la arena hasta el día del regreso.

La mujer de las rosas no levantó ninguna jaima. Tampoco intentó refugiarse en familias que pudieran aceptarla. Su búsqueda fue solo de una sombra, que pudiera resguardar sus rosas del fuego que amenaza con marchitarlas.

Comenzó a recorrer toda la hamada, y de repente la vio. Era un gigante de arena que teñía de sombras el suelo sobre el que se levantaba, la duna más grande de todas las de la Hamada. La mujer se arrodilló, plantó el rosal ante la duna, y su voz penetró en el vientre de arena del gigante arrancándole la promesa que cuidaría de sus flores, protegiéndolas de todo aquello que pudiera hacerles daño: -Cuida de ellas, duna; que con el olor a rosa se mezcle en el desierto el olor a esa tierra que nos arrancaron de cuajo. Deja que te cuenten las historias que yo ya no podré contar, y que te hablen de las calles y ciudades que no volveré a ver . Te dirán como es el mar que tú nunca soñaste, y podrás oír las caracolas y el rumor del mundo que nos han arrebatado. Cuídalas, viejo gigante, y mantenlas vivas hasta el día que mi pueblo sea libre, y alguien la siembre de nuevo en el patio de mi casa.

La mujer se envolvió en su melfa, negra como un sudario, y la duna y el rosal vieron como moría lentamente; tenía en su cara una sonrisa inmensa y la mirada muy abierta, llena de escarcha de estrellas y olas marinas.

A partir de aquel día, la duna regaba de sombras el rosal que le trajo colores prestados de otros mundos, y le gustó su nuevo trabajo de cuidador de rosas. Nunca había visto el rojo de las flores ni el verde de los tallos. Había pasado la vida mirando el color dorado de la arena que se fundía en el infinito con el azul del cielo. Le contaba historias de caravanas de tuaregs que en otro tiempo cruzaron ante su sombra, y curaba sus soledades de flores exiliadas de recuerdos y caricias.

El rosal no hablaba nunca, pero a través de su olor la duna podía escuchar los relatos que la mujer le prometió. Podía sentir las calles y ciudades, los niños y sus risas, y el mar, sobre todo el mar, lleno de rabia de espuma, lanzando una y otra vez contra las rocas el lamento de un anciano guerrillero.

Y así, arropados por cuentos y colores, la duna y rosal se enamoraron.

Pero fue el Viento del Sur el que un día, después de posarse en la cima de la montaña le susurro al oído:
-Eh, viejo gigante, no te das cuenta que esas flores están muriendo, cada día que pasa sus colores se van perdiendo. Míralas, apenas les queda un soplo de vida. No sé como pudiste pensar podrían vivir aquí. ¿Acaso no sabes que jamás una flor echó raíces en el desierto?

-¿Que dices, Viento del Sur? –preguntó la duna-. Un día prometí que cuidaría de ellas, y no habrá nada que me impida cumplir mi promesa. Además, mis rosas siguen igual que el primer día.

Pero en ese momento, como un pequeño río que no va a ninguna parte, se oyó por primera vez la voz del rosal:
-No, duna. El Viento del Sur tiene razón. Vengo de un lugar donde hay un mar, y ese mar me da la vida. Me has regado con tu sombra y tus historias, pero no es suficiente. Y créeme que no lo siento por mí, sino por aquella mujer que un día me trajo aquí. Cuando nuestro pueblo sea libre de nuevo, ya nadie podrá sembrarme en el patio de su casa.

-Viento del Sur... Tú recorres todos los lugares, te acuestas en los mares y en los lagos... Trae un poco de agua para regar mis rosas -pidió la duna.

-De verdad que lo lamento. Podría traer en mis alas el agua que me pides, pero sé que al llegar aquí el sol de la hamada, que no perdona nada, secaría hasta la última gota. La única solución que puedo daros es llamar al Viento del Norte; él es más viejo y ha visto más cosas que yo. Quizás él pueda ayudaros.

Y en ese mismo instante, nada más oír su nombre, llegó el Viento del Norte. Llegó soplando con fuerza, como solo los vientos ancianos y sabios sabían soplar. Llegó para salvar una promesa, una historia de amor, y un deseo de libertad:
-Yo puedo hacer que tus rosas vivan para siempre. Puedo sembrar el mar en el desierto. Pero escucha, duna. Jamás en esta hamada bailaron juntas las flores y la arena, y si las quieres tanto como dices, tienes que ofrecerle al desierto algo a cambio: tu propia vida.
-He vivido tanto como el mismo mundo-respondió la duna-.Ya escuché todas las historias que tenía que escuchar, pero no pude ver todos los colores hasta que día, una mujer que llegó de lejos, plantó estas rosas frente a mí. ¡Adelante, Viento del Norte! Haz lo que tengas que hacer, y que en el desierto echen raíces las flores y las promesas.

En ese momento se levantó un siroco inmenso. Fue el viento más fuerte que los habitantes del desierto conocieron, pero también el más breve. Duró tan solo dos segundos. Cuando desapareció, la duna ya no estaba, y tampoco el rosal. Pero cuando los Vientos del Norte y del Sur miraron hacía abajo, vieron como a lo largo y a lo ancho el desierto estaba sembrado por rosas de piedra y arena. Y cuentan que, en ese mismo instante, alguien vio a los vientos sonreír.

Hoy, en el lugar donde antes se levantaba aquella duna, se sientan los ancianos polisarios. Envueltos en sus darrahs, y mirando a través de sus zams negros como la noche, escuchan esta historia que quedó prendida en las estrellas. Entonces cierran los ojos y sonríen, porque saben que el día que el Sahara sea libre, alguien sembrará una rosa de piedra en un patio de El Aaiún.

Texto agregado el 04-09-2007, y leído por 4334 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-10-2007 Me ha gustado tu texto: es interesante y bien llevado. Escribes bien. Saludos. Jazzista
06-09-2007 Prosa que va de mano con la poesía , la leyenda y el saber decir. Te felicito.Dudo que la palabra baúles que escribes tenga acento, busca y dime. ninive
 
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