Y la bella confidente, a quien el decir popular señala como mi Dulcinea, no quiso oír ya las quejas del corazón doliente de su poeta...
Juan José Arreola
Son diez largos años ya los que he pasado aquí. Poco ha cambiado. Las tardes aún tienen ese aroma que tiene un dejo amargo, un sabor a la más pura melancolía. Hace diez años estaba lleno de anhelos, hoy estoy lleno de añoranzas. En verdad poco ha cambiado. Ya no acostumbro dar esas largas caminatas que apaciguaban el dolor con cada paso, con cada bocanada y con cada ojeada al porvenir. Hoy prefiero oler la tarde mojada desde mi ventana mirando las colinas incendiarse y recordar con nostalgia lo que antes quise, luego tuve y ahora evoco. La vida es muy similar a la de entonces, aunque parezca tan distinta. Estaba sólo entonces, no tengo a nadie ahora. Lo que pasó en el medio de este tiempo es el punto a donde viajaban mis sueños ayer, mis memorias hoy.
No sin desprecio miro adelante y la densa niebla de lo desconocido me desalienta. Como la mayoría de los hombres, no temo a la muerte, sino a no saber cuándo la miraré a los ojos. Intento volver sobre mis pasos y hallar los signos que me definieron, que me caracterizaron y trazaron mi silueta, delineando mi personalidad. Es inútil.
Mentiría si dijera que no hay espíritus que me acompañan en las húmedas e insoportablemente calurosas noches de verano, en las que la única constante es el insomnio. Almas ilustres que recorrieron mil veces el mismo sendero que yo, caminan a mi lado. No es que no conozcan el camino de memoria, o que ignoren el oscuro mar de hipocondría en el que desemboca este río de indiferencia. Simplemente no quieren arruinar el viaje describiéndome el destino final. O acaso disfrutan recorrerlo cada vez sin importar la identidad del incauto que sin más los sigue, alentado por la inmortalidad de sus maestros, anhelando un día ser seguido por otro ingenuo soñador amante de las letras.
Incauto. Eso es lo que soy. Quise entregarme al arte y nada me detuvo hasta envolverme en la gruesa cortina de un telón, roja y brillante como la sangre fresca. El terciopelo era cálido ¡y tan grueso! Más que un suave refugio se volvió impenetrable muralla, agradable escondite contra lo vano y superfluo, morada de los más excelsos sentimientos, los más elevados pensamientos. Inútiles ambos, ya que carecían de un cauce que no fuera tu voz, tu aprobación.
Fui incauto porque no preví el costo de grabar mis iniciales en las paredes del templo de mármol, en la ciudad imperecedera del tiempo. Sacrifiqué sentir el calor abrasante del fuego por conocer la mejor manera de describir sus danzantes llamas. Agudicé mis sentidos a costa perder la capacidad de sentir con el corazón. Me volví hipersensitivo. Me volví insensible. Insensato… lo he sido siempre.
Y ahora recuerdo tantas palabras vueltas poesía, unas escritas, otras vibrando en el aire buscando llegar a ti. Tantos signos transformaron los blancos lienzos en tenues melodías. Imágenes en blanco, negro y rojo todas ellas. La depresión que aún no tenía motivo de ser se había vuelto ya el sitio común donde mis ideas se materializaban, y se volvían audibles. Cada elemento de mis obras, que sin el menor asomo de humildad llamé de arte, tenía su razón de ser en ti… su existencia dependía de encontrar en tu corazón su destino final.
Hoy flotan en el limbo, sin control ni rumbo, cientos de bocetos mutilados, sinfonías inconclusas, palabras silentes pero con un eco que resuena, como si hubieran sido enunciadas una vez y ahora solo persistieran huérfanas, ignorantes de su origen…
Palabras de rimbombante sonoridad bailan una alucinante danza, tan vertiginosa como carente de sentido. Y es aquí donde se comprueba. La pintura, la música, las letras… no tienen razón de ser. Existen en la medida que alcanzan a vibrar en los sentidos de alguien más (tú) y ahora al resonar solo en algún oscuro rincón de mi alma aturdida y confundida, parecen jamás haber sido soñadas al menos.
Diez largos años. Interminables horas lejos de los demás, cerca de tu corazón ardiente que por amarme era distinto a todos.
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