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LOLA Y FLORA


Nunca hasta entonces les había pasado. A lo largo de todos esos años vividos una al lado de otra. Ni una nube, ni una riña, ni una desavenencia. Sutiles variaciones de humor todo lo más, casi desapercibidas de los demás. Que sin embargo tomaban para ellas la importancia de violentas tormentas, de asoladores huracanes, de demenciales cataclismos en el tiempo invariablemente bueno de su existencia. Una ceja arqueada, una entonación crítica, un silencio inacostumbrado y el mundo de Flora se venía patas arriba. Un mohín ensoñador, un paso acelerado, manos que se agitan y Lola estaba completamente trastornada. Pero sucedía tan raras veces...

Domingo

Y, de golpe, eso. Empezó hacía una semana ya ; si Flora lo recordaba perfectamente ahora. Alegó Lola una de sus acostumbradas jaquecas veraniegas, cuando hacía mucho calor, para no acompañarla a la playa. Y eso que, sin su baño diario, decía Lola que sentía sus días como inacabados, incompletos. Más extraño todavía, ella, al volver, se encontró con la casa desierta, todas las ventanas abiertas y las cortinas que flotaban en la brisa. Y tardó Lola una hora en volver, sin su pamela que pretendió haberse llevado el viento. Ya eran muchas extrañezas para un solo día.

Hubo, por cierto, una explicación para todo: ella había salido después de que se le disipara muy oportunamente la jaqueca, había dejado abiertas las ventanas para que se fuera el tenaz olor de una muestra de perfume que se le rompió por descuido y había perdido la pamela cuando se la estaba volviendo a anudar por debajo del mentón. Bueno. Pero no explicaba por qué se había perfumado Lola a media tarde por un día de calor ni por qué había roto ese frasquito cuando no se le rompía nunca nada. Y tampoco dejaba claro adónde se había ido porque se contentó con alargar un brazo para señalar los acantilados diciendo: por ahí... a dar un paseo...

Lunes

Al día siguiente - era lunes - volvieron las cosas a su cauce normal, por lo menos eso le pareció, hasta ese silbido lúgubre - dos prolongadas notas - que percibió en la noche mientras cerraba la novela policiaca que acababa de leer. En el momento, no habría podido decir si era ese silbo de origen humano o animal. Pero si tomaba una en cuenta el hecho de que chirriara ligeramente la puerta de Lola inmediatemente después, inclinaba a optar por la primera hipótesis. Le hubiera gustado levantarse para comprobarlo, pero su lectura le había puesto los nervios de punta y además tenía Lola su vida. Se contentó, pues, con apagar precipitadamente su lamparilla de opalina y escuchar en la oscuridad con la barbilla por encima de las mantas y el oído en acecho. Pero no percibió nada sino el inquietante silencio de una noche ordinaria en una casa demasiado grande para ellas dos y el desorden del ritmo alterado de su respiración. Finalmente, tiró de la sábana hasta cubrirse la cabeza, exorcismo soberano de los temores infantiles, recobró la feliz posición del feto y se durmió chupándose el dedo (¡chitón! es un secreto).

A la mañana, tenía Lola el humor alegre y canturreaba por la cocina preparando el café. Sondeada hábilmente, reveló haber ido al baño a eso de las doce y media de la noche, pero negó haber oído cualquier silbido. No solía levantarse por la noche, pero, por cierto, habían comido puerros con salsa de vinagreta durante la cena y claro....

Martes

Ese día nada vino a turbar la quietud de sus vacaciones en la casa solariega, legada "pro indiviso" por padres imprevisores. Fueron al mercado sobre las diez, el vendedor de fruta y verduras les dio broma acerca de sus vestidos estampados con flores (¿alguna fruta para hacer juego con sus flores, señoritas?), hicieron comidita en la terraza debajo del quitasol, dejaron pasar las horas de calor leyendo en las tumbonas y se fueron a la playa del antepuerto una hora antes de la pleamar de las 17:52. Lola quiso nadar hasta más allá de la punta de Pordic que distaba de algunos hectómetros. Pero Flora no nadaba lo bastante bien para eso. Siguió con los ojos los destellos de su gorro de goma dorada en el chapoteo de las olas hasta que Lola desapareciera de su mirada para volver a aparecer una hora más tarde solamente, por el sendero de los aduaneros, con el aliento corto y los pies arañados, cuando Lola, quemada ya la sangre, se preparaba para dar la voz de alarma mientras el mar iba bajando y los bañistas en tropel venían abandonando la playa.

El encuentro con un amigo común, ausente de esta tierra desde hacía varios veranos y que estaba tomando el sol en la playa de Le Petit Havre cuando ella puso pie ahí, había sido la causa de su retraso, se disculpó ella. En efecto, se les había pasado el rato contándose detalladamente nuevas de unos y otros, sin que ella se diera cuenta de lo tarde y de la inquietud que podía apoderarse de Flora. ¿Qué podía ella contestar a eso? De hecho, sabía Flora que Jean-Yves Le Chanu había venido a ver a su madre y, en efecto, eran los tres amigos de la infancia. Además, ¡si él era un invertido notorio! Era inútil, pues, buscar por ese lado.

Difícil también era evocar directamente el tema. Desde el infeliz episodio de su amor común por el mismo hombre, zanjado por un amistoso pero doloroso acuerdo de mutua renuncia a él, cada una guardaba el secreto de sus encuentros por miedo a que la otra volviera a ser una rival. Era bastante comprensible.

A decir verdad, a estas alturas, Flora ya estaba resignada y no provocaba más los encuentros, dejando a la casualidad, a la Providencia o désele el nombre que se quiera, el cuidado de su porvenir sentimental. Pero Lola siempre había sido más voluntaria, más decidida, más terca, a veces hasta el exceso, y Flora, siempre en alerta tras varios fracasos seguidos de su hermana, llevaba varios días presintiendo que ahí había gato encerrado, por así decir las cosas.

Miércoles

El miércoles, después de tres días buenos, se encapotó el cielo, como suele pasar por aquí. Por la mañana, cuando Flora fue a por el correo, estaba cayendo un simirimi ligero. El recibo del téléfono, una propuesta de suscripción a "Liberación", en nombre suyo (¡estaría bueno!) y... una carta para Lola. Sobre blanco, sin perfumar, tamaño corriente, letra cuidada, pero masculina, a todas luces. Con sello de tres francos, echada al buzón en Saint-Brieuc, a las 18:45 de la víspera. Por transparencia, no pudo descubrir nada porque el texto venía doblado hacia adentro y el papel sin duda era bastante espeso y opaco. ¿Que la despegara con vapor? No. A estos extremos no habían llegado todavía. Ella depositó la misiva con las otras dos en la cesta del recibidor prevista para este uso.

Durante el almuerzo (había desaparecido la carta), Lola, con mucha naturalidad, le había contado que una amiga de la infancia, que estaba de vacaciones con su familia en la comarca, la convidaba a pasar el fin de semana en su chalé de alquiler de Pléneuf-Val André. ¿Qué amiga? Si no la conocía ella. Eso era de cuando sus padres las habían separado y metido en dos internados diferentes de Saint-Brieuc - el del instituto laico Ernest Renan para Lola y el religioso de Saint-Charles para ella - con motivo de sus múltiples calaveradas y actos de indisciplina. ¿Cómo se llamaba? Estelle. En efecto había oído Flora hablar a su hermana de una tal Estelle en ocasiones. Pero no significaba nada. ¿Y esa súbita marca de interés? No cabía duda de que todo eso era un cuento más claro que el agua. Pero, paciencia, ya sabría ella a qué atenerse.

Jueves

Ya fechaban de cuatro días atrás los primeros signos y seguía Flora sin la menor prueba de lo que fuera. Y, dentro de cuarenta y ocho horas, iba Lola a dejarla sola en esta casona para irse a pasar el fin de semana, en Le Val André, según decía, y ¡con quien sabe Dios! Tenía ella que desenmascararla antes, pero ¿cómo? Desde esta mañana no la había dejado sola un solo instante, excepto, claro, para ir a hacer pis. Todo parecía normal. Estaría ella desconfiando. Habría notado que le seguía la pista más que de costumbre. De momento, estaban sentadas en la cocina, mondando las judías verdes que trajeron de la plaza y venía contando Lola, con su cara más inocente L'Amant de Marguerite Duras que había acabado de leer anoche. ¡Mosquita muerta! De pronto, sonó el teléfono y salió Lola disparada hacia el aparato del recibidor, gritando: "¡Me pongo yo!". Y ¿por qué no había descolgado el teléfono que estaba a tres pasos de ella, en la pared? Para que ella no oyera la conversación, obviamente. A la ocasión la pintan calva: brincó también Flora y descolgó a la par que su hermana el auricular de la pared de enfrente. Era el florista que informaba a Lola que estaba listo su pedido y podría pasar a recogerlo cuando quisiera. Se venía abajo el soufflé de Flora (una composición de flores secas para regalar a su amiga, era algo lógico), cuando de su magín febril surgió la idea de que era una clave. Con todo, bien le había parecido reconocer la voz del florista. ¿Otro chasco, entonces? No podía ser. Pero discurrió el resto del día sin traerle el menor indicio suplementario.

Viernes

Por tradición familiar, religiosa y comercial, el viernes para ellas seguía siendo día de pescado y tenía que ser éste del día o de la noche anterior (¡ nada de esos pescados cuadrados, congelados y empanados sin ojos ni espinas que son los únicos que conocen los niños de hoy!). Pasó pues en la pescadería: había cola, como suele ocurrir sobre las once, y detrás de ellas, un hombre, de veraneo sin duda, al que ella nunca había visto, casi de inmediato entró en animada conversación con Lola. Bueno, una conversación de lo más trivial, claro; bien sabían que ella los estaba escuchando. Flora lo había detallado, de reojo: bastante apuesto, a fe suya, de mediana edad, sienes grises, sin anillo, vestidos veraniegos de calidad (niqui Lacoste, pantalón New Man, mocasines italianos). No tenía mal gusto Lola. Les cortó el insulso diálago para saber qué pensaba su hermana del peso de la pequeña dorada que pensaba comprar. No se cortó Lola en absoluto. Pero demasiado conocía Flora las capacidades de disimulación de su hermana para detenerse en esas apariencias.

Durante el almuerzo, mientras paladeaban su besugo al horno, ella, subrepticiamente, le espetó: "A propósito, aquel señor con quien discutiste esta mañana en la pescadería ¿quién era? Lola, sin inmutarse, le había contestado que lo ignoraba por completo, que nunca lo había visto antes pero que tal vez le había caído bien ella. ¿Y cómo no? Tú, hija mía, me estás tratando de engatusar, pero ¡conmigo, de eso nada! pensó Flora para sus adentros.

Sábado

Esta mañana, hacia las once, una berlina color crema, llena de niños, ha parado delante de la casa. Una mujer madura estaba al volante. Ha dado un timbrazo y ha dicho: "Buenos días. Me manda la señora Estelle B. a buscar a la señorita Lola si está lista". No sólo estaba lista sino que estaba brincando de impaciencia, porque llevaba Flora media hora oyéndola rondar la habitación, encima del salón. Ha bajado con una maletita de la mano. Se había puesto el vestido azul, el que le sienta tan bien. Se han besado tres veces, como es costumbre por aquí (los forasteros no pasan de dos o van hasta cuatro) y Lola ha dicho: "Que pases un buen fin de semana, hermanita. No hagas imprudencias mientras esté ausente. No volveré antes de la mañana del lunes por el coche de línea". Flora ha contestado: "No te preocupes. Saluda a tu amiga por mí". ¿Habría soñado ella y todos esos incidentes desde hacía una semana no serían sino coincidencias y azarosas extrapolaciones de su imaginación? Era verdad que tendía ella a ver en los otros lo que se podía observar en ella misma.

Desde la escalinata, había dibujado un adiós con la mano y cuando el coche tuvo doblada la esquina, se dirigió hacia el téléfono:

- ¡Oiga! ... Carlos.... sí, soy yo. Finalmente, puedes venir. Lola se ha ido a casa de una amiga en Le Val André para el fin de semana. ¿Cómo? Sí, figúrate que durante toda la semana creí que había vuelto a encontrar a alguien y me lo iba a presentar. ¡No! ¿qué te crees? ¡Claro que no sospecha nada de lo nuestro! ¿Qué dices? Que tal vez sería tiempo de que se lo dijéramos. Sí, yo había pensado invitarte para nuestro cumpleaños, dentro de quince días, y anunciárselo con aquel motivo. ¿Qué? ¿Que traerás la tarta? Vale, pero no te olvidarás de las velitas : seis grandes para mí y tres pequeñas más para Lola. Un beso. Hasta prontito.

© Pierre-Alain GASSE, 1998.
https://pierrealaingasse.fr/esp/lolaesp.htm

Texto agregado el 21-03-2004, y leído por 668 visitantes. (0 votos)


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