Crónica de un viaje fabulado por los rincones de nuestra cámara secreta que se resiste a ser descubierta
Vacaciones en Tebas
Las únicas notas que suenan en esta tarde de agosto escaldado, sudores de calabacín al horno, son el chisporroteo de los arcos de la fuente contra el fuego del pavimento de la plaza de un pueblo vacío. Sus gentes se fueron en bandada a los mares de Estigia a jugar al pádel, a encervezarse de grasa por los chiringuitos de la playa, a construir castillos de arena, a ponerse como salmonetes en salsa roja. Mascarones de piedra mordidos de muerte por La Góngora de la Medusa Despiadada para después cuando vuelvan a su habitual residencia de la rutina de los quehaceres y los días decirle a los compañeros de trabajo que tocaron el cielo con las manos.
Azulada está de vacaciones y Blao no tiene trabajo, que cuando su editor descansa el negro se las ve y se las desea para llevarse algo a la boca, que si no escribe no vive. Blao sin Azulada es un muerto. O como diría Plinio el Viejo: "Nulla dies sine linea".
En esta tarde de holganza escrituraria a Blao le hubiese gustado saber tocar el saxo. Se pondría delante de las columnas de Tebas, la ciudad de las cien puertas, y con rabia sostenida interpretaría para los veraneantes del planeta el "Mefistófeles Calcinato", opus en sol ardiente del célebre concertista Ulysses Descaminatti. Con ojos cerrados y sus carrillos tomates reventones nuestro improvisado saxofonista lanzaría arpegios y tresillos, melancolías y baladas sobre el rosal de un crepúsculo señalizado para que los turistas dieran con la puerta dorada, "La Sellada", la única que da acceso a la cueva del monte Ida, allá donde el oscuro vientre de la diosa Rea esconde entre címbalos y trompetas al hijo de sus entrañas el "Inabordable" Zeus.
Los turistas secuestrados por el calor del verano depositarían en el pabellón del saxofón de Blao su carontino denario, el coste de un viaje al viento de unas octavas enarmónicas y a contratiempo salidas de un desgarrado metal resplandeciente. No hay mejor brebaje para desentumecer la tensión acumulada durante el transcurso del año laboral que un paseo por la Avenida de las Esfinges. Y una vez allí en la misma entrada del gran templo del Mundo que los guiris le pregunten al carnero mayor del reino, al dios Amón, a la esfinge del Karnak del Universo, si por ventura conocen al que llaman Azulada aquel que salió de viaje una alborada al Valle de los Reyes.
Y estamos ya en las postrimerías de los trabajos y los días, y nadie, ni siquiera Hesíodo, ni el mismo Helios, el dios que todo lo ve, conoce su paradero. Y es que en el Sinaí todos los granos de arena tienen el mismo rostro, la cara de la momia de Imhotep el arquitecto de la cámara secreta de las Pirámides.
Pero los peculios de Blao no dan para excursiones a las riberas del Nilo, ni para elevarse por mitologías escatológicas, que esta “calor” achicharra hasta los grillos. El negro cabizbajo bajo la sombra de la morera acepta su propio mutis o la ausencia de su editor que es lo mismo. Ambos al fin y al cabo son réplicas de la máscara de un faraón fallido, Ramsés el destronado, un Prometeo de por vida encadenado a la roca de su propia contingencia jamás encontrada.
Y en la plaza del pueblo vacío los arcos de la fuente llueven cortinas de humo.
Juan Martín Serrano Azulada
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