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Ánfíla fue mi nombre cuando tuve el don de la vida. Viví en Fornes, una pequeña aldea, casi una polis, situada al sur en el Peloponeso, tocada por las aguas del Adriático. Mucha gente pasaba y se detenía siempre por ella, pues estaba en el camino de la próspera y nueva capital de Egipto: Tel El Amarna, llamada ciudad de la luz por algunos, y ciudad del horizonte por otros. Fui griega de nacimiento, aunque mis padres provinieron de Egipto, adonde habían ido mis abuelos desde la India y la China. Por eso tuve siempre piel color de barro ardiente. Hecho que me atrajo el amor de muchos hombres. Mi olor, mi manera de hablar el griego salpicado de lengua hierática, unida a mi mirada indostánica y gestos egipcios, me hacían un verdadero espécimen de mujer diferente.
Una tarde, cuando yo abandonaba a la niña y recibía a la mujer que hay en mí, llegó uno de los que pasaban cansados. Desde que lo tocaron mis ojos, me lucía extraño, y tuve algo de miedo. Disipé mi inquietud porque, si bien no había llegado a viejo, ya la juventud huía rápidamente de su rostro, y parecía inofensivo. Tenía poco pelo en la cabeza. Los ojos profundos. El paso lento. Su larga y vertical nariz le impediría negar su condición de griego. Visto de perfil, daba más una estatua que un hombre, con piel blancolampiña y ríos de arrugas en su frente ancha. Se veía una persona lejana, y siempre sus palabras sonaban como si vinieran de lo profundo de un ánfora, retumbantes y suaves al mismo tiempo, y casi transparentes como un trozo de hilo de tejer ondulando por el aire desde su boca a mi oído. Sus ojos siempre se perdían en el interior de las cosas, como si quisiesen descoserlas con sus rayos y andarles cada fibra, y desmadejarlas y volver a tejerlas.
Pidió comida, pernoctar una noche y ofreció pagarlas. Era lógico, pues nuestra casa había ganado fama por su higiénica y exquisita cocina china y la tradición hindú de limpieza, sencillez y orden en las habitaciones que habíamos preparado para los viandantes. También rogó por silencio para sentarse sobre la hierba después de saciar el hambre y mirar, con ojos de loco, las hojas, los troncos, las piedras, los pajaritos que planean el aire. Siempre me pregunté qué buscaba este extraño señor en esas nimiedades. Y por qué no me dio miedo cuando mi padre me dejó sola con él ese día en que se vio obligado a irse a acompañar a mi madre, quien ya tardaba demasiado en su labor de recoger hojas de lino para secarlas y hacer tela, siguiendo su costumbre de mujer de la India, tradición que compartía con mi padre chino, que también era tejedor.
Su mirada me decía que siempre buscaba penetrar todo, desentrañar lo que cada cosa lleva dentro, con una locura propia del que quiere saber algo sobre algo de lo que ya cree saberlo todo, del que ansía descubrir en cada ser lo que el ser no quiere decirle con la simple muestra de su desnudez de ser traído sin ropa al mundo, como es casi todo lo que existe. En vez de gozar la belleza de ellos, este hombre se motraba esquivo, como al que le muestran todo y aun así lucha por encontrar lo que no puede percibirse. También a mí me miraba fijamente, y yo sentía que me penetraba los ojos persiguiendo algún otro misterio, algo inconfesable quería encontrar en mis iris. Cuando se iba, quise enterarme de qué buscaba en las cosas. Respondió: “Busco su corazón, su espalda, porque las cosas nunca quieren mostrarme su espalda, sino que por doquier están de frente, y quiero ver el otro lado y hacerlas que digan lo que por dentro esconden”.
También pregunté qué hurgaba en mis ojos. “Saber lo que hay dentro del hombre que veo en ellos”. Presuroso, sin esperar mi respuesta, tomó su carga y se marchó. Sentí que se llevaba algo de mis ojos.
Después, pasaron más y más personas: jóvenes, adultos, ancianos, siempre con su bulto y algo para escribir. Tuve curiosidad por conocer a dónde iban, y mi padre indicó que a Tebas, a los templos secretos de los faraones. Me pidió que no hablara con ellos. “Sus ideas son peligrosas para el espíritu, pues en Egipto están los dioses del misterio y la duda, y quitan la paz a quien escucha sus oraciones”.
Todos tomaban o bebían algo, se quedaban una noche y luego continuaban. Agua. Pan. Dormitorio. Y mi padre les daba todo, hablándoles lo menos posible. No quería oír sus palabras. Sospechaba que envenenasen, y él no deseaba oír nada en el mundo que no fuera sobre tejer y vender lino. Me repetía: “La verdadera sabiduría consiste en sólo conocer lo que necesitamos para vivir. El saber ocioso nos lleva a la perdición, debido a que siempre esconde a algún dios que nos engaña. Vive, hija, como el lino, que es feliz ignorando si está en un palacio de Nínive o en los matorrales del camino a Damasco, en un jardín lujoso de Babilonia o el lodo que deja el Nilo tres días después de haber llovido, y el agua se pudre. El lino no distingue si muere disecado en el desierto, lo bañan los perfumes del cedro en el Líbano o lo miran las alturas del Eucaliptus de Persia ni lo seduce el mágico sándalo de un jardín de Dheli.
Él extraño señor volvió a visitarnos, me miró muy de cerca, y descubrí que una mujer parecida a mí traía en sus ojos. Habían pasado 20 años, y ya una señora entrada en años iba pidiéndome permiso para ser yo. Me acerqué más, y esa otra me miró con ojos como los míos, desde dentro de la vista del hombre ya maduro. Sentía que yo ardía en el fuego de sus párpados. Observó a menor distancia, tanto que temblé. Entonces descubrí que nuestros cabellos habían cambiado: eran blancos y débiles. Me atreví acercarme más y más y le pedí que no pestañara. Examiné todo y descubrí algo insólito: Que ese lino que vestía aquella mujer era el mío, ese hombro era el mío, esos pechos, esa mirada. Le pregunté por cuál razón me tenía presa, como ahogada en las redes de su humor vítreo. Le susurré que me había turbado durante su ausencia y sentía unas oscuridades frecuentes, y pensaba en él. Le dije que debía ser cuando él cerraba sus ojos, que me cerraba las puertas de sus párpados, y yo no podía salir de esa cárcel sutil. “Eres tú –dijo- quien me tienes preso en los tuyos. No sé cómo he logrado viajar tan lejos y seguir amarrado, sin salida, en la cóncava prisión de tu mirada. Dime, ¿todos los caminos que recorrí están en tus ojos?”. Este misterio lo asustó y quiso marcharse repentinamente, pero no pudo. Ahora lo perturbaba otra angustia: ¿A dónde fue el hombre apuesto que él había visto dos décadas antes en la niña de mis ojos, parecido a sí mismo. Hasta mirarse ahora en mis iris, no se dio cuenta de que andaba con otro cuerpo más doblado y una cara estrujada. Otro que tal vez era él mismo, se había quedado escondido en mi vista. Y trató entonces de penetrar en lo profundo de mis globos oculares. Quería conocer la espalda, el lado oscuro, de ese que lo miraba desde mis ojos. Saber cómo lo engañaba aquel tan parecido a él y no era otro que él.
A cada instante, yo miraba a todos lados, pues, como he dicho, mi padre me había aconsejado no hablar con esos hombres que van a Tebas y Tel El Amarna, a causa de que podrían ponerme a pensar, “y eso hace daño a la paz interior”. Ahora comprobaba que mi progenitor tenía razón. Me preocupaban como al visitante esos cuestionamientos, porque también a mí me molestaba esa mujer que me mira desde sus ojos. Algo parecido a los celos sentía contra esa anciana. Yo no debía pasar de tejer lino. Pero este hombre ya me tenía en sus redes, me turbaba eso de tenerme encerrada en su mirada. Nunca había notado eso, porque mi padre y mi madre jamás me miraron tan de cerca como para fijarme qué había en sus ojos. Era la primera vez que me pasaba. Estaba inquieta por saber, por preguntar lo que no debía. Lo invité a comer en silencio después que mi padre fue a buscar a mi madre de entre las redes de hierbas y sol y brisas.
Luego, cuando deduje que mi padre estaba suficientemente lejos, mi atrevimiento y curiosidad lo invitaron a mi alcoba. Quería enterarme si en la oscuridad también podía verme en sus ojos de llamas. Y si él me veía en los suyos. Entramos, y cuando se cerró por completo la puerta, dominaron las sombras y se acercaron nuestros cuerpos. “Una luz acaba de entrar en mi vida”, me dijo. “Nunca había sentido tan próximo el olor de una mujer, y por primera vez en mi vida he dejado de pensar, he olvidado todo lo que sé. A ti te debo el mayor descubrimiento de mi vida: ahora he conocido la ignorancia. La mía. Pero qué rica, maravillosa y hermosa es. ¿!Cómo pude vivir tantos años sin conocer su esplendor!? Qué sabia es la oscuridad del mundo. Y culta esta ausencia de ideas, de palabras. Ahora te veo en tu olor, te oigo en tu tacto, en tu boca vivo. El viaje de tus labios me resuelve el misterio de mi cuerpo. Tu movimiento y temblor devela la gravedad del mundo. Tú eres mi definición del universo, el orden del caos”. Calló su boca y hablaron manos, sus líquidos, aires, nervios, y fuimos dos serpientes revueltas en un solo enjambre, yendo y viniendo desde el vértigo húmedo de la nada.
Envuelta toda en él, el sentido del gusto hizo su efecto. Mi lengua quiso saber si su perfil era el mío, recorriendo su cuerpo. Él buscó lo mismo. Y así fue. El recorrido de sus labios sobre el mapa de mi cuerpo, completó nuestro retrato plano, angular, curvo, convexo, cóncavo, ondulado. Fuimos río y lago. Nube y aguacero. Sol y luna. Costa y mar. Viento y brisa suave peinando las dunas. Fuimos lo que es la cellisca para la piedra que acaricia y se deja convertir en estatua gris de sal que flota en aguas de su arena. Nuestros dientes establecieron límites, marcaron levemente los intersticios de la carne que oscuramente los buscaba, y no hubo más palabras por mucho rato. Nos gobernó el sopor. Nos dirigió la ausencia. La inconsciencia nos abandonó a merced de nuestros cuerpos, que sin dejar de ser dos fueron uno solo: sordo, ciego, mudo, sin olor ni tacto. Fue un rapto de nosotros mismos, un viaje fuera de nuestros seres, que debió de haber durado mucho, porque cuando volvimos a nosotros, cuando caímos del abismo dichoso y regresamos del caos sublime, la arena del reloj estaba toda reposando en absoluta ignorancia del tiempo, en el fondo del cristal caída toda, y sentí que se detuvo el rumor de todas las clepsidras del mundo; habían renunciado a su viaje redondo, pues por ellas había pasado a borbotones locos el agua de todos los ríos de la Tierra.
El visitante sentenció entonces: “Mi cabeza tenía muchas palabras, pero estaba vacía. Tú la has llenado de vida”. Le respondí: “Compréndelo: Nada hay en la cabeza que no haya llegado por los sentidos”. Me propuso: “Véndeme esa frase”. Le dije: “Ya te la he vendido, y con el viaje a la oscuridad que me has dado está pagada”. Oído esto, dejó sus ojos grabados en mis pechos, puso su carga al hombro y se fue.
Treinta y un años pasaron, hacía tiempo que mis padres habían muerto, y me tocó ir frecuentemente a vender elegantes cortes y vestidos de lino, al excelso Pireo, el puerto de la divina ciudad de Atenas. En una ocasión, al terminar mis negocios, quise subir a conocer la Acrópolis. Oí una discusión en la Academia, y aunque nunca he dado mucho valor a las ideas, me acerqué. Sentí gran timidez al llegar porque había muchos hombres, y sólo una mujer, alta y solemne, de voz pausada y bien pronunciadas palabras estaba allí. Supe despuésque se llamaba Hipatia. Mi ropa no podía compararse con la elegancia de su vestir ni me ha sido dado el don de la palabra que ella exhibía. Pensé retirarme, pero algo me detuvo.
Un viejo de voz ronca y lenta, de pausado caminar, rostro enjuto y ojos redondamente hermosos, llamado Aristóteles discutía acaloradamente con otros sabios. Desde su mano derecha, levanta su índice con energía, mientras su izquierda temblaba sobre la curva del bastón. Me parecía haberlo visto antes en alguna otra parte, pero no di importancia a esta sensación, pues con los años he perdido la confianza en mi memoria, lo mismo que en la imaginación. Estaba segura de que ese nebuloso recuerdo era una fantasía producida por la pena de verlo angustiado ante el ataque de los presentes. Sus ojos buscaban algún lugar donde asirse para sostener el pensamiento, porque al parecer todo el mundo se oponía a su opinión: los alumnos, el público, la mujer y los doctores de la ciencia. Su mirada temblorosa y desesperada se encontró con la mía, que lo penetró como un venablo, y se tambaleó, casi cae. Pero esa misma fuerza de mi vista le dio la energía que lo sostuvo en pie, y mientras me señalaba, dijo en alta voz: “Ella es mi testigo”.
Mi rostro, cubierto de vergüenza, bajó casi hasta perderse en el cuello del vestido, y dije: “¿De qué puede ser testigo una ignorante que no tiene ni siquiera una migaja del valor espartano ni una pizca del saber ateniense, sino sólo la pobreza de no ser más que una ridícula peloponesa?” Se acercó a mí, y, con su mano en mi barbilla, levantó mi rostro ya muy cercano al suyo, y respondió: “Estos sabios, alumnos y público me enfrentan, porque no aceptan esta idea: Nada hay en la cabeza que no haya llegado por los sentidos. Tú eres mi testigo de que es así”.
Se hizo un silencio largo.
Un abrazo nos desnudó, y se esfumaron todos en nubes de la pasión, y en las aguas crecidas y torrenciales del río de la lujuria nos transportamos a mi vieja habitación, y en el viaje nos acompañaron también nuestros cuerpos. “Yo no sabía que había tanta vida en mí”, me pareció oirle. Y respondí: “Aristóteles: Véndeme esa frase”. El aire fuerte de su respiración tocó mi piel con estas palabras: “Dice un viejo proverbio que el esclavo no puede vender nada suyo a su dueño, pues todo bien proviene de él: todo lo suyo es suyo”. Ya fueron inútiles y ausentes las palabras, y volvimos a la bella oscuridad.

Texto agregado el 21-03-2004, y leído por 1883 visitantes. (37 votos)


Lectores Opinan
21-02-2010 EXTASIADA. De lo mejor que he leído. medixi
29-01-2010 muy bueno riper
27-12-2009 Namastè vientotacito
02-10-2009 En verdad se nota que has leído a los clásicos, se nota tanto que hasta creo ver a yourcemar o a cortazar en tu escrito. la verdad, de lo mejor que tenemos por aquí. Espero que, porque soy joven, tener muchos años por delante para leer clásicos, leerte a ti y perfeccionar mi técnica literaria. Un saludo kimaten
31-01-2009 Este cuento merece ,mi eterna gratitud de lectora.Hace mucho tiempo que no leo un cuento ran exquisito.La descricion fantastica en fondo muy enrriquesedor ,entro a mi cabeza por mis sentidos.Un caluroso aplauso y de pie ********** shosha
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