Verde y Rojo
Las miradas eran incalculables e inquietas como en un juego de tenis, como cuando hay alguien que sospecha y descubre los secretos despacio. Rojos e indeseables apuntaban hacia todos lados, tiritaban, fijándose con lentitud. Pedazo de reptil escamoso y dientudo que entre verde se perdía adaptándose al color. Salivaba. Los otros ojos se encargaban de buscar, porque sabían que estaba ahí, más allá de los sentidos, pero ahí sigiloso y demasiado alegre para soportarlo, alegre porque hacían días que no lloraba. Los ojos no sienten miedo se recordaba el pescador, los ojos no sienten miedo, no lo sienten, ahí esta, yo lo sé. Quieto solo palpitaba, ni aire ni vibración. Solo palpitaba acelerándose la existencia, aproximándose al fin. Las diástoles se acaban.
Dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos doce, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos trece, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos catorce...Y así continua, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos quince, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos dieciséis y van aproximándose. Miraba hacia el suelo verde grisáceo, musgoso y húmedo, miraba hacia un cielo nublado a casi estallar, miraba luego a su izquierda y un escalofrío le recorría la médula espinal cuando uno de los arbustos espesos se sacudía por el viento mientras a él no lo rodeaba más que selva. Miraba a su derecha cuando ya el susto se marchaba, observando detenidamente los diversos verdes de la maleza, los ecos de los árboles rascacielos y las lianas enredadas de los sauces. Miraba desesperado hacia todos lados, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos diecisiete... dos mil cuatrocientos millones doscientos dieciocho.... doscientos diecinueve....doscientos veinte.... y así, miraba a todas partes en un mismo instante, se movía de un lado a otro, de aquí para allá sin saber hacia donde huir, miraba y solo miraba, también olía y escuchaba, pero él, tan verde como la selva, era demasiado cauteloso. Las aguas también verdes le devolvían al pescador un reflejo de terror con su rostro congelado, y entonces entre las algas divisó sus ojos, supo que no debía dar paso en falso. Ahora todo se volvía real, ahora lo veía, ya no existía la posibilidad de que fuese una pequeña jugarreta de su mente y nada más. Ahora era.
Los ojos no eran rojos, ya no.... (pero, el pescador aseguraba que eran rojos) las aguas de la cenagosa selva no tienen cloro y esa era una de las razones del porque estaba ahí. Acá solo hay peces de todos los colores, pequeños y grandes, grandes y gordos como le gustaban al pescador. Pero no había pescado nada, los peces también huían del inquilino inesperado, del depredador ansioso por llorar.
Dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintiuno, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintidós y se aseguraba de que el próximo llegase de inmediato.
Había huido a la selva años antes, huyendo del agua potable y el cloro, del tener que preguntarse porque se despertaba a trabajar cada mañana y por que volvía siempre a las siete a regar las plantas, leía un poco, por que comía y se acostaba, de tener que preguntarse siempre en la caja por que donaba el peso, por que daba las gracias y las disculpas y el por que de otras situaciones tan desagradables como esas.
Había aprendido como vivir en lo hondo de la selva y en sus cuatro años ahí, jamás había encontrado una criatura peligrosa en ese río, “¡Que se fuera al Nilo, acá no hay cocodrilos!” Todo esto y más alcanzó a pensar en ese instante en que era conciente de que la criatura disfrutaba ver su escena de pánico, lo disfrutaba el infeliz. Comenzó a respirar aun más rápido, agitado y dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintitrés pensamientos, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veinticuatro...veinticinco.
Pensó en su suerte, en la selva y la ciudad, en Ana y los niños, en sus últimos cuatro años y los anteriores y como consuelo su último pensamiento fue la visión de que si se hubiese quedado allá, igualmente hubiese sido devorado, pero con mayor lentitud... y el instante se terminó. Suspiró de alivio y se trago se devoró todo su miedo, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintiséis, dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintisiete. El hambriento escamoso pareció disgustado por el descaro porque de pronto los ojos salieron completa y escamosamente del agua (definitivamente no eran rojos) y tres “¡sas!”
Veinte dedos menos, colmillos con sangre, un par de lágrimas y dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco millones doscientos veintiocho por fin. |