Espero con la mirada lánguida que ella aparezca a lo lejos. Cae la tarde rumorosa, ahogada por los sonidos de los microbuses con sus bocinazos y frenazos que espantan mi ensueño y me obligan a aterrizar en ese espacio oblicuo que media entre la agonía del sol y la plenitud de la luna. La calle larga como un ensueño, se extiende simulando ser una alfombra azulina incrustada de manchones amarillos, son las luminarias que comienzan a retapizarla despaciosamente. Una hoja cae con lentitud extrema, como en cámara lenta y me pregunto si en su breve caída habrá espacio para una divagación, un flash back en que la savia se reconcentrará para ver pasar a fogonazos su efímera existencia, Que digo, está anocheciendo, las luces de neón comienzan su reinado, rociando con sus tonos celestosos todo lo que las rodea y yo, aquí divagando sobre insustancialidades que a nadie importan, acaso sólo a mi. Me distraigo contemplando a lo lejos a un muchacho que hace maromas delante de los autos con unos trapos encendidos. Las luces de los semáforos le abren paso al ansia de los conductores, quienes aceleran bruscamente, ignoran al chico de las piruetas y en pocos segundos se transforman en puntos difusos, perdiéndose en el crepúsculo. A lo lejos distingo una figura que me parece conocida, es ella, si… No, falsa alarma, la mujer dobla en una calle lateral y se oculta a mis ojos ávidos e impacientes. El campanario de una capilla cercana repica con acentos imperiosos, llamando a sus feligreses. Contrastando con ello, de alguna parte emerge la música estridente de un grupo rockero convocando a los espíritus orgiásticos a una reunión de baile, desenfreno y placer. Yo la sigo esperando con un cosquilleo en mi estómago, quizás se haya arrepentido, tal vez no acuda a la cita. Me aproximo a una cabina telefónica y fijo mis ojos en un par de nombres ilegibles enmarcados dentro de una parodia de corazón que hiere la superficie acrílica. Digito el número que podría enlazarme con ella, siete, ocho, seis…. Al otro lado de la línea el sonido se hace monótono. Nadie contesta. Lo intento de nuevo. Se repite lo mismo. Salgo de la cabina sumido en un mar de presagios. Las cosas no andan bien entre nosotros, debemos conversar, definir nuestra relación. Ya antes lo habíamos hecho. Sentados en la pequeña mesa de ese bar discreto, bebiéndonos una taza de café bajo la luz tenue de la lámpara, ella me miraba sin hablar, yo tomaba la iniciativa, palpaba sus manos sedosas, las acariciaba y entretanto iba desgranando las palabras exactas, sin adornos, discurso claro y conciso: ¿quieres que sigamos? ¿Ya no quieres estar más conmigo? Y sus ojos evadían los míos y el corazón se me despedazaba por figurárseme leer un no rotundo a la pasada de esas ascuas esquivas. No me quedaba más que mirar el fondo de la taza de café con supersticioso afán, como si ese concho oscuro determinara nuestro futuro. No insistía, más por temor a que la palabra indeseada aflorara a sus labios temblorosos, más por el deseo que esos instantes breves se eternizaran aunque fuese para estar sentados alrededor de esa mezquina mesa, contemplándola yo y ella sonriéndome con timidez, como si no se atreviese a decirme la verdad. La noche ya está instalada con su coro de sombras y figuras bosquejadas con sus pinceles mortecinos. Es tarde, lleva más de una hora de retraso. Es posible que haya decidido no acudir a esta cita. Todo es posible. Enciendo el cigarrillo con el que jugueteaba entre mis labios sin decidirme a fumar y contemplo las formas fantasmales que van diseñando las volutas de humo. Las campanas vuelven a sonar y la música también. Los autos continúan pasando por la calle como hormigas gigantescas y mi corazón sigue bombeando una especie de desesperanza violácea, un torrente confuso de plaquetas, dudas, hematocritos y deseos…
Ella no apareció y mañana la llamaré. Quizás concertemos alguna otra cita…
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