Vuelve al barrio de su infancia luego de muchos, muchos años. Tantos, que su memoria no alcanza a despertar todos los recuerdos que se amontonan adormecidos en su mente.
Nadie lo espera, por supuesto. Solo algún perro vagabundo advierte su presencia con mal disimulada indiferencia.
Enciende un cigarrillo. Parado en esa esquina donde tantas veces correteó con otros pibes, entrecierra sus ojos y galopa en su imaginación tratando de descubrir algún rastro de aquella niñez pasada.
En la penumbra de sus recuerdos aparece un chiquilín. Flaco, negrito y empolvado en tierra. Las alpargatas bigotudas, los bolsillos perforados por las piedras con destino incierto de vidrios, farolas o pájaros. El arma: una honda colgando del cuello. Un pantalón a media pierna, ni corto ni largo, con tirantes cruzados sobre el pecho. La camisa afuera del pantalón, el pelo blanco en tierra, caído sobre la frente... Si, puede ser, no lo distingue bien, pero cree verse reflejado en esa imagen rea…
Intenta acercarse pero … ¿Cómo hacer para que la fantasía no se quiebre como una frágil estrella cayendo del cielo? Se detiene. Permanece un largo rato sin importarle las miradas curiosas de los transeúntes…
Las sombras del anochecer van cubriendo de tinieblas la ciudad, como ya lo han hecho con sus recuerdos. Con una seña le pide a su chofer que se acerque. Sube a su importado. Mañana, quizás, si vuelve, encontrará algún vestigio más que lo acerque a esa identidad perdida...
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