Marino alzó los ojos del café y se volvió con disimulo hacia las mesas del fondo. Como ya había presentido, casi temido, la muchacha estaba allí, con sus labios sin pintar y su cuaderno de colores vivos, examinando el interior de un pequeño monedero de plástico, porque tal vez no estaba segura de poder pagarse el desayuno. Era tan joven que aún faltaban varios años para que en su rostro hubiera rasgos definitivos. La nariz, la boca, los pómulos, eran casi del todo infantiles, y también sus cortos dedos con las uñas mordidas, pero no el gesto con que se ponía el cigarrillo en los labios, ni la mirada, fija el la puerta del bar, casi vidriosa a veces. Dormía mal, desde luego, tenía ojeras y estaba muy pálida, sin duda madrugaba para llegar a tiempo al bar y mentía diciendo que las clases empezaban muy temprano, y era posible que ni siquiera fuese al instituto. Cómo imaginar ese rostro en una fila de bancas, junto a una ventana, atento a las explicaciones de alguien.
Llegaba uno o dos minutos después de las nueve y se sentaba en la misma mesa. El lo sabía y la esperaba, ya instalado en la barra, hojeando el periódico mientras tomaba el desayuno. Marino llevaba meses apareciendo a la misma hora en el bar y marchándose justo veinte minutos más tarde para volver a tiempo a la oficina, el reloj donde introducía una tarjeta plastificada con su foto, oyendo un seco chasquido como de absolución, las nueve y media en punto. Decían los otros que el reloj era él, que tenia en su alma una puntualidad de cristal líquido.
Marino sabia exactamente a quien iba a ver en cada esquina y quien estaría ya en el bar cuando él entrara. Se trataba de gente tan familiar como desconocida, porque Marino no se la encontraba nunca en otros lugares de la ciudad, como si todos, también él, agotaran su existencia en la media hora del desayuno.
Tardó algunos días en advertir la presencia de la muchacha. Se fijo en ella un día sin sorpresa ninguna y tardó menos de diez minutos en enamorarse. Veinte minutos después, en la oficina, ya la había olvidado. Le hizo falta verla a la mañana siguiente para reconocer en sí mismo la dosis justa y letal de desgracia, la sensación de no ser joven y de haber perdido algo, una felicidad o plenitud de las que nada sabía, una noticia fugaz sobre un país adonde no iría nunca.
Sentado ante la barra, de espaldas a la puerta, Marino la sentía pasar a su lado, caminando hacia el fondo, tan indudable como un golpe de viento o como el curso de un río. El verano se había adelantado y todo el mundo llevaba camisas de manga corta, menos ella. El hombre a quien esperaba también parecía indiferente al calor. Vestía un traje marrón, llevaba siempre saco y corbata y lentes de sol, incluso en las mañanas nubladas. Ella lo esperaba ávidamente cada segundo que tardaba en llegar. Se notaba que esperándolo no había dormido y que cuando iba hacia el bar la impulsaba el desesperado deseo de encontrarse allí con él, pero el hombre nunca llegaba antes que ella. La impuntualidad, la indiferencia, eran los privilegios de su hombría.
En el curso de dos o tres desayunos, Marino calculó la historia completa. El hombre tendría cuarenta años y la trataba con una frialdad exagerada o dictada por el disimulo. Estaba casado; en el dedo anular de la mano derecha Marino había visto su anillo. Tendría hijos no mucho más jóvenes que ella, tal vez un pequeño negocio no demasiado próspero, y se iría a abrirlo en cuanto la dejara a ella en algún paradero de ómnibus, aliviado, un poco clandestino, permitiéndose una discreta sensación de libertad y de halago; quien a su edad no desea un asunto con una chica como ésa, quién lo obtiene.
El le traía regalos. Paquetes pequeños, sobres con anillos baratos, suponía Marino, cosas así. Objetos fáciles de disimular que el tipo sacaba del bolsillo y deslizaba sobre la mesa con la mano cerrada y que desaparecían en seguida en el bolso o en el cuaderno de la muchacha, como si nada más verse cada mañana se entretuvieran en un juego infantil. Marino los espiaba de reojo pensando con suficiencia y envidia en la estupidez del amor.
Algunas veces no se quedaban en el bar ni diez minutos. Una mañana el hombre ni siquiera entró. Marino vio que la chica levantaba bruscamente los ojos, agrandados y enrojecidos por el insomnio, hacia la puerta de cristal. El hombre estaba parado en la calle, con las manos en los bolsillos, los lentes oscuros, la corbata floja, como si él también hubiera pasado una mala noche, y cuando supo que ella lo había visto le hizo una señal. Como una sonámbula, la chica se puso en pie, recogió su cuaderno y sus cigarros y salió tras él.
-Otra vez se me ha ido sin pagar-le dijo el mozo.
-La invito yo-Marino a veces tenia inútiles arrebatos de audacia.
-No sabia que la conociera-el mozo lo miraba con una sospecha de reprobación.
-Ella tampoco lo sabe.
-Allá usted.
Marino, que padecía de una ilimitada capacidad de vergüenza, pagó los cafés y se arrepintió instantáneamente, pero ya era tarde, siempre lo era cuando decidía hacer o no hacer algo, y ese día terminó de desayunar diez minutos antes de lo acostumbrado, y marcó de regreso en el reloj de la oficina a las nueve y veinticinco.
Marino pasó tres días sin atreverse a desayunar en el sitio de siempre. Se avergonzaba, casi enrojecía cuando recordaba la cara con que lo había mirado el mozo cuando le pagó los cafés. Le había sonreído, pensaba, como adivinándole un vicio secreto; sin duda lo tomaba por uno de esos hombres maduros y sombríos que se paran tras las rejas de los colegios de niñas.
Y también era espantosamente posible que el mozo, sin malicia, le hubiera hablado de él a la muchacha, lo cual crearía una situación singularmente vidriosa para todos; seguro que ella sospechaba algo y se burlaba, y el hombre podía tomar a Marino por un competidor, uno de esos espías hambrientos del amor de los otros. De qué le sirve a uno tener una vida respetable, obtener un puesto de trabajo para siempre y cumplir sus horarios y sus obligaciones fielmente, si un solo gesto, si un antojo irreflexivo lo puede arrojar a la intemperie del descrédito.
Durante tres días, provisionalmente desterrado de su bar de costumbre. Tardó más tiempo del debido en encontrar otra cafetería. El aire olía turbiamente a tabaco y a orines, el suelo estaba sucio, el café era lamentable, los croissants añejos, el público desconocido, los mozos hostiles. Así que volvió a la oficina con dolor de estómago y con tres minutos de retraso, y a la mañana siguiente cambió de bar, pero fue inútil, y al tercer día ni siquiera desayunó, sumido en el abandono enfermizo de la melancolía, como quien renuncia a toda disciplina y se entrega a la bebida. Pasó la aciaga media hora de su libertad dando vueltas por las calles próximas a la oficina, examinando desde fuera bares desconocidos, como un mendigo que si se atreve a entrar será expulsado, mirando rostros de muchachas apresuradas que salían de los portales con fólder de colores vivos asidos contra el pecho, sin verla nunca a ella, sin darse cuenta exacta de que la estaba buscando. A las diez y diecinueve minutos, después de subrayar con tinta roja el título de un expediente, decidió que se rendía a una doble evidencia: estaba enamorado y no había en la ciudad otro café como el que le daban en su bar de siempre.
Al día siguiente lo despertó la excitación del regreso, igual que cuando era más joven y no lo dejaba dormir la proximidad de un viaje. A las ocho menos tres minutos ya estaba en la oficina, antes que nadie, no como esos bohemios que aparecían jadeando y sin lavar a las ocho y cinco, mintiendo indisposiciones y disculpas. Marino los miraba con profunda piedad, con el alivio de no ser como ellos, y seguía afilando las puntas de sus lápices.
A las ocho cincuenta y siete, contra su costumbre, ya se había puesto el saco y cerrado con llave el cajón de su escritorio.
La muchacha estaba sola en el bar y lo miraba. Sentada en su mesa de siempre, bebiendo con desgana su café, fumando, tan temprano, manchando circularmente con la taza las hojas de apuntes de su fólder. Más pálida y despeinada que nunca, con un sucio y ceñido pantalón de raso amarillo y un basto yérsey del que sobresalían con descuido los faldones de una camisa que debía pertenecer a un hombre mucho más alto que ella, el hombre que esa mañana ya no aparecía, el infiel.
El pelo liso y descuidado le tapaba los ojos. Se mordía un mechón con sus agrietados labios rosa, extraviada en la inmóvil desesperación, en la soledad y el insomnio.
Cada vez que aparecía la silueta de alguien tras las cristalerías del bar la muchacha se erguía como si recobrara por instante la conciencia. En realidad no había mirado a Marino, no parecía que pudiera mirar a nada ni a nadie, tan solo despertaban por un instante sus pupilas para permitirle comprobar de nuevo que quien ella esperaba no iba a venir. A las nueve y veinte se marchó. Olía casi intangiblemente a sudor tibio cuando pasó junto a Marino, que solo se atrevió a volverse hacia ella cuando ya no pudo verla.
-Tengo una hija-le dijo amargamente el mozo-. Me da miedo que crezca. Ve uno tantas cosas.
Marino asintió con fervor. Merecer las confidencias del mozo, un desconocido, lo emocionaba intensamente, mucho más que el amor, sentimiento que ignoraba en gran parte.
Por la noche, hacia las diez, cuando volvía de un cursillo nocturno, vio desde el autobús a un hombre que le resultaba conocido. Antes de que su memoria terminara de reconocerlo ya lo había identificado el rencor. Caminaba solo, con las manos en los bolsillos y el saco abierto, y la punta de su corbata sobresalía casi obscenamente bajo el chaleco marrón. Desde hacia años nadie que tuviera un poco de decencia llevaba tan largas patillas. Marino, sobresaltado, buscó en la acera a la muchacha, y al principio obtuvo la decepción y el alivio de no verla. El hombre quedó atrás, pero luego el autobús se detuvo en un semáforo y los mismos rostros que Marino había visto un minuto antes se repitieron sucesivamente, como si el tiempo retrocediera al pasado inmediato, sensación que con frecuencia inquietaba a Marino cuando iba en autobús.
Ahora sí que la vio. Caminaba tras él, vestida exactamente igual que por la mañana, con los faldones arrugados de la camisa cubriéndole los muslos, con el fólder entre los brazos, más fatigada y pálida, más obstinada en la desesperación, como si no hubiera dejado de seguir al hombre y de buscarlo inútilmente desde las ocho de la mañana, despeinada, sonámbula bajo las luces de la noche, invulnerable a toda tregua o rendición. El hombre ni siquiera se volvía para mirarla o esperarla, tan seguro de su lealtad como de la de un perro maltratado, ajeno a ella, a todo. Se abrió el semáforo y Marino ya no los vio más.
-Ahí la tiene usted- le dijo a la mañana siguiente el mozo, señalándola sin disimulo-. Lleva media hora esperando. Alguien debería avisarle a su padre.
-Si lo tiene- dijo Marino. Imaginarla huérfana exageraba un poco turbiamente su amor.
-Asco de vida -sin que Marino lo pidiera, el mozo le entregó el periódico, doblado todavía, intacto. Estaba abriéndolo cuando un gesto de la muchacha lo estremeció de cobardía. Se había levantado y pareció mirarlo y caminar hacia él, llevando algo en la mano, un monedero o un estuche de lápices. Pero cuando llegó a la barra y se acodó en ella ya no lo miraba. Bajo el pelo, en los pómulos y en la frente, le brillaban gotas de sudor como pequeñas y fugaces cuentas de vidrio. Por primera vez Marino escuchó su voz cuando le pedía con urgencia un vaso de agua al mozo, tamborillando nerviosamente sobre el mármol con sus cortos dedos de uñas mordidas y pintadas. Ni su voz ni sus pupilas parecían pertenecerle: tal vez serían suyas muchos años más tarde, cuando no hubiera nada en su vida que no fuera irreparable.
Algunas cosas lo eran ya, temió Marino, viéndola ir hacia el lavabo, la soledad y el miedo, el insomnio. Sin duda el hombre del traje marrón había decidido no volver, se había disculpado ante ella con previsible cobardía y mentira, digno padre de nuevo, esposo arrepentido y culpable. Engañada, pensó Marino contemplando el breve pasillo que conducía al baño, envilecida, abandonada. Llorando con las piernas abiertas en el retrete de un bar, temiendo acaso que no hubieran bastado, para ocultarlo todo, el sigilo y las diminutas píldoras blancas numeradas por días, como las lunas sucesivas de los calendarios. Eran las nueve y dieciséis y la muchacha aún no había salido. Haciendo como que leía el periódico, para evitar en el mozo cualquier sospecha de ingratitud, Marino vaticinó: "Cuando salga se habrá pintado los ojos y ya no llorará y será como si hubieran pasado cinco años y lo recordará todo desde muy lejos."
A las nueve y veintiuno el mozo ya no reparaba en Marino, porque la barra se había llenado de gente, y la única mesa que quedaba vacía era la de la chica abandonada: un fólder rosado con fotos de cantantes y actores de televisión, una taza de café, un cenicero con una sola colilla en la que Marino creía distinguir huellas lápiz de labios. Pero a Marino el amor también le borraba los detalles y era posible que la chica no se pintara los labios. Para distraer su impaciencia imaginaba secretas obligaciones femeninas, el ácido, el escondido olor de celulosa adherida a las ingles. Era como estar espiando algo que no debía tras una puerta entornada, como oler su pelo sin que ella lo supiera.
Pero nunca salía y el tiempo pasaba en la conciencia de Marino con el vertiginoso parpadeo con que se transfiguraban los números de los segundos en el reloj, donde debía fichar dentro de seis minutos, por que ya eran las nueve y veinticuatro, y aún debía pagar su desayuno y doblar el periódico y cruzar la plaza hasta el portal de su oficina y subir a ella en el ascensor, todo lo cual, en el mejor de los casos, y si se iba ahora mismo, le ocuparía más de cinco minutos, plazo arriesgado, pero ya imposible, porque el mozo, agobiado por el público, no le hacia ningún caso, y él no tenia sencillo ni se atrevía a irse sin pagar el desayuno, y quien sabe si cuando llegara al portal no estaría bloqueado el ascensor, desgracia que le ocurría con alguna frecuencia.
El pasillo oscuro de los baños era como un reloj sin agujas. Marino calculó que la chica llevaba encerrada más de veinte minutos. En su trato con las fracciones menores del tiempo la gente suele actuar con una ciega inconsciencia. Armándose de audacia, Marino decidió que tenía ganas de orinar. A las nueve y veintiséis podría estar en la calle. Como última precaución observó al mozo: hablaba a voces con alguien mientras limpiaba la barra con un paño húmedo, y, de cualquier modo, nadie podría desconfiar del comportamiento de Marino; cualquiera puede caminar hacia el baño.
Hacía al menos diez años que no le latía tan fieramente el corazón, que no notaba en el estómago ese vacío de náusea. En la puerta del baño de mujeres había una silueta japonesa con paraguas. Estaba entreabierta y se oía tras ella el agua del depósito. Eran las nueve y veintisiete y Marino ya no tuvo valor para seguir simulando. Como quien se arroja a la indignidad y al vicio, la empujó. Notó con desesperación una resistencia obstinada e inerte. Junto al bidé, en el suelo, sin entrar todavía, vio una mano extendida hacia arriba, desarbolada como un pájaro muerto.
"Se ha desmayado", pensó Marino, como si oyera esas palabras en una pesadilla, y siguió empujando hasta que su cuerpo fue atrapado entre la puerta y el dintel, y, ya ahogado por la desdicha, sintió que iban a sorprenderlo y que perdería el trabajo y que nunca más introduciría su tarjeta de plástico a la hora exacta en la ranura del reloj. Sólo a la mañana siguiente, al leer el periódico-no en el bar, adonde nunca volvería-pudo entender lo que estaba viendo. La cara de la muchacha era tan blanca y fría como la loza del bidé, y también su brazo desnudo, que tenia una mancha morada un poco más oscura que la de los labios contraídos sobre las encías. En sus ojos abiertos brillaba la luz de la sucia bombilla como en un vidrio escarchado. Yacía doblada contra el suelo en una postura imposible, y parecía que en el último instante hubiera querido contener una hemorragia, porque tenía un largo pañuelo con dibujos atado al antebrazo. Antes de salir, Marino pisó algo, una cosa de plástico que crujió bajo su pie derecho reventando como una sanguijuela.
Temblando cruzó el bar. Nadie se fijó en él, nadie vio las rojas pisadas que iba dejando tras de sí. A las nueve y treinta y dos introdujo su tarjeta magnética en el reloj de la oficina. Mucho más tarde como en sueños, subió hasta él el sonido de una sirena de la policía o del hospital, hendiendo amortiguadamente el aire cálido, el rumor de los acondicionadores y de las máquinas de escribir.
Autor: ANONIMO |