Paraíso
La noche era gélida y lluviosa; los árboles se mecían con el ligero viento, parecían niños aprendiendo a bailar un vals de Tchaicovski, se reían, dejaban caer algunas hojas, extendían sus ramas, dialogaban; las calles solitarias parecían pequeños riachuelos interminables; los automóviles que rara vez pasaban por allí eran pequeñas lanchas a punto de naufragar.
En la ventana ojival de mi aposento se escuchaba el golpeteo de las gotas. Quizás si pudieran hablar me dirían “déjanos entrar”, “queremos estar contigo”. Abrí aún más la cortina negra y miraba como chocaban con el vidrio, se desparramaban, se mostraban ansiosas por entrar. Recuerdo que abrí un poco la ventana, y en acto seguido sentí un poco de frío y unas gotas que chocaron con mi rostro lívido, sentí como se deslizaban y acariciaban mi piel.
Volví a cerrar la ventana y miré hacia el oscuro y nublado cielo. Me preguntaba dónde estaría la luna, qué haría en ese momento, por qué esa noche no había salido para intercambiar palabras, para mirar su belleza, para dar vida a la noche.
Quedé dormido, no sé cuánto tiempo, quizá tres o cuatro horas. Me levanté lentamente de mi cama, muy cómoda por cierto, grande y anticuada, con una colcha azul marino y en el centro de la misma una imagen de dos gatos cafés que juegan con estambre; mi almohada de plumas le da un toque paradisíaco al lecho de sueños. Por fin ya en pie, pude percibir que ya había dejado de llover, me asomé por el ventanal y las nubes, ya blancas, caminaban rumbo al misterioso horizonte.
Sobre el inmenso cerro, que está frente a mi casa, se veía la grande luna que apenas se asomaba entre unas nubes pálidas que aun no se retiraban, y al verme me dijo “qué haces a está hora despierto”. Su voz era como música, era un deleite escucharla.
Recuerdo que me contó muchísimas cosas hasta que el sol salio y la hizo desaparecer y a mi despertar.
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