Anquilosada en parámetros y valores medievales, la Iglesia Católica corre a contramano de los tiempos, dando la espalda a hechos que conmueven la vida cotidiana de los hombres, como el necio que pretende negar la realidad, cerrando los ojos o repitiendo “nada está sucediendo”.
La rotunda negativa al uso del preservativo, la absurda obligación del celibato para sacerdotes y monjas y coronando esta torta de desaciertos, la sugerencia (¿o fue orden?) impartida a los fieles de no leer la novela de Dan Brown, “El Código Da Vinci” son algunos de los innumerables mojones que llevan a muchos católicos a quedar eternamente en off side.
No hablamos en ningún momento de fe y mucho menos de las enseñanzas de Jesús. Como institución conformada por hombres, la Iglesia se erigió en un catálogo con ilustraciones a todo color, de todas las virtudes y atrocidades que el género humano puede generar.
Y es inclusive desde ese maremagnum atormentado en el que a diario luchan las pasiones, los deseos, la palabra de Dios y el cristal particular a través del cual ven cierta realidad las autoridades de la Iglesia, que se atenta contra nuestra integridad psicofísica y se insulta nuestra inteligencia con mordazas y cadenas.
Sin entrar a desmenuzar la insanía de los dictámenes impartidos contra el preservativo y a favor del celibato, la prohibición de leer una simple novela de ficción escrita sobre la base de elementos reales, algunos de los cuales se encuentran documentados no hace más que mostrar lo endeble de la supuesta seguridad de criterio de los popes de una Iglesia que ha tomado en sentido literal aquello de “pastor de rebaños de ovejas”.
Caracterizadas en fábulas e historias del inventario popular como seres de escasa o ninguna inteligencia, las ovejas cuentan entre sus muchas virtudes, la de ser animalitos dóciles, fácilmente manejables y nunca cuestionadores del porqué de las cosas (verdad de Perogrullo).
Quienes creemos en Cristo y siempre nos consideramos parte de una Iglesia con defectos y virtudes, marchamos por los caminos del siglo XXI con la desagradable sensación de estar siendo esquilados.
De otra manera, ¿cómo se entiende la prohibición de leer una simple novela? Y aún si no fuera tan simple, ¿porqué tanto miedo mal disimulado a que los fieles conozcamos ciertas teorías que no pasan de ser eso, teorías? ¿O acaso la verdad genuina de cómo debieron suceder los hechos no nos debe ser revelada por temor a nuestra inmadurez o falta de preparación?
De rápida lectura y escrita en un estilo que como sin quererlo va culturizando al lector desprevenido, El Código Da Vinci, brinda una visión por demás interesante acerca de la concepción que la Humanidad tiene de la mujer, el eterno segundo lugar que ha ocupado y los supuestos pormenores de una conspiración que relegó a las mujeres el papel de sombras encarnadoras del pecado mismo. Existiría una posibilidad de que las cosas hubieran podido darse de otra forma, alterando el mismísimo curso de la Historia y desmoronando los cimientos de una Iglesia basada ancestralmente en el protagónico del hombre y el co-starring (en un muy atrás segundo plano) de la mujer, como tal.
Ni leer, ni opinar, ni sugerir, ni ná de ná. A veces pareciera existir un cierto sentido castrense guiando las acciones de una Iglesia que toma muy a mal las opiniones en contrario. Las órdenes se dictan para acatarse y el fiel (creyente) no debe pensar, sino obedecer aún en contra de una realidad que le demuestra hora tras hora, la equivocación que comete.
El dilema que vivimos podría reducirse a una sola pregunta: ¿qué hacen las ovejas, al darse cuenta de que el pastor está perdido y en su desorientación guía al rebaño hacia un abismo del que nadie saldrá vivo?