El pequeño hombrecito de la lavadora nunca supo cómo llegó allí, tal vez, se debió a una especie de castigo divino, quizá a un descuido de su esposa, el caso es que, un día comenzó a hacerse pequeño, cada vez más pequeñito; las camisas y los pantalones se le fueron quedando cada vez más grandes, tanto es así que tuvo que empezar a usar la ropa de los muñecos que su hija solía dejar tirados por el suelo.
Un buen día, su esposa, algo preocupada ante la pequeñez de su marido, decidió que le acompañara al médico. El médico, tras un intenso y exhaustivo examen, le dijo lo siguiente: “me temo que el suyo, señor Mirández, es un caso único en el mundo, pues usted, sufre un proceso inverso al resto de los mortales cuya tendencia es al aumento y no al decrecimiento”. El señor Mírandez, sentado en uno de los pisapapeles del escritorio del doctor, atendía a todo cuando éste decía. Tras un rato que el médico consideró bueno para que la pareja aceptara el duro golpe, el señor Mirández, dijo: “bien, podría tomarlo mal, de hecho, mi vida ya no será la misma, ya no podré sacar de paseo a mis hijas sino que serán ellas quienes me paseen a mí en el cochecito de sus muñecas, tampoco podré escribir a máquina puesto que no creo que fuera ni tan siquiera capaz de pulsarlas aún saltando sobre ellas, así que pensaré unos días qué hacer con mi vida; si esto ha ocurrido debe ser por algo”.
Pensando y pensando pasaron los días y el señor Mirández no encontraba salida a su nueva condición, digamos, existencial. Un día de estos, mientras paseaba alrededor del tintero de su escritorio, vio una regla sobre la mesa y entonces, algún tipo de mecanismo tuvo que activarse en su cabeza. ¡Ya lo tenía! A partir de ahora se dedicaría a medir las cosas más grandes del mundo. Al fin y al cabo, tenía una regla, quizá también un metro y todo el tiempo que quisiera por delante. ¡Qué gran día! El señor Mirández, extasiado, lo comentó a su esposa, metió sus cositas en un pequeñísimo trozo de tela que se echó al hombro y así fue como el hombre más pequeño del mundo se convirtió en el medidor de las cosas más grandes del mundo, desde relojes de cuco hasta enormes, enormísimas galletas de chocolate.
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