El aire que respiraba estaba impregnando del olor que despedía una persona notoriamente alcoholizada.
Morandía, mi profesor de matemática de tercer año de la escuela técnica, había buscado en la bebida el consuelo a un lacerante dolor familiar. Un revolver de su pertenencia que dejó, en un descuido, al alcance de su hijo y éste al manipularlo, accidentalmente se mató.
Vestía con sencillez con un atuendo azul grisáceo, al cuello, con pequeños círculos blancos. -¡Qué pinta de chacarero tiene el profesor de Matemática!- comentó mi progenitor al regreso de una reunión de padres. Era un hombre singular, con un estilo distinto al de los otros profesores de matemática.
-Yo doy mucha importancia a la carpeta- nos había dicho al comienzo del año. Cuando pasábamos al frente a decir un teorema durante la clase de geometría, nos preguntaba al término de la exposición: -¿Qué te ponemos?- Para que nosotros mismos dijéramos la nota que creíamos habernos merecido.
Todo su ser trasuntaba bondad. Puedo decir sin temor a equivocarme que era un profesor que inspiraba confianza. La vida de Morandía, este ser esencialmente bondadoso, seguía siendo insuperable devenir de tristeza y amargura.
- ¿Querés pasar vos al frente?- Me preguntó Morandía en cierta ocasión y fue así como me encontré ante mis compañeros desarrollando el teorema de Pitágoras.
Sin embargo, a pesar de su crisis espiritual, la paz del alma iba a llegar a Morandía. Transitando cabizbajo y taciturno por la calle Suipacha, se detuvo ante el colegio Nuestra Señora del Calvario y pidió hablar con su capellán, el presbítero Osvaldo Catena, y una vez que estuvo ante éste, le manifestó que deseaba confesar sus pecados y también su hondo pesar.
- Es un infortunio muy lamentable señor Morandía, pero no tiene usted la culpa de lo sucedido. No ha dejado deliberadamente el arma al alcance de su hijo- comenzó diciéndole el sacerdote -Santa Fe es rica en bellezas naturales, póngase en contacto con la naturaleza, que es buscar a Dios- Al terminar de hablar con Catena, Morandía se sintió reconfortado y al poner en práctica sus consejos, consiguió la serenidad del alma que tanto necesitaba.
Este estado de éxtasis espiritual no había sin embargo de tener una larga duración. No iba a ser más que un remanso de paz en su vida atormentada.
Oriundo de Santo Tomé, Morandía cruzaba el puente carretero en un viejo automóvil Chevrolet para dirigirse a nuestra Escuela Industrial. En una mañana del mes de octubre, fue embestido por un vehículo que venía en dirección contraria. El parabrisas del auto de Morandía, hecho añicos, destrozó la cara de éste y el volante se incrustó fuertemente en su pecho rompiéndole algunas costillas. Auxiliado por algunas personas fue trasladado de urgencia al hospital Iturraspe. Sintiéndose morir, Morandía balbuceo, con palabras entrecortadas, el nombre de su hijo: -Luis Alberto voy a tu encuentro.- Minutos después expiró.
Hay quienes dicen que los seres que se han amado se encuentran en el más allá. Quizás Morandía se haya hecho acreedor a la suerte que le fue tan esquiva en vida.
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