Quiero morir, y no me da vergüenza decirlo. La vida, tal y como yo la estoy viviendo, no tiene sentido. No encuentro ninguna razón para seguir con esta farsa. No soy indispensable, ni siquiera lo suficientemente importante como para causar dolor. A mi familia la dejaría tranquila, aunque al principio no apreciasen la situación y lloraran un poco. Al tiempo, estoy segura, se darían cuenta de que fue lo mejor para todos. A los amigos, ni siquiera podría nombrarlos aquí. Son pocos, muy pocos, y ninguno de ellos me recordaría más de un par de días. En los últimos tiempos me distancié mucho de ellos, y esos comportamientos pasan factura. Mi novio también lo pasaría mal un tiempo, pero se acabaría dando cuenta de que, de otro modo, habríamos terminado mal. Soy una persona difícil, insegura, inmadura, incapaz de resistir el día a día de una vida que no sabe vivir, que no puede, que no se atreve a enfrentar.

Muchos, al mirarme, piensan de mí que soy una persona fuerte, que manejo mi vida con mano dura y segura, que lo tengo todo, que lo puedo todo, que soy feliz. Sin embargo, pocos, si hubiese algunos, pueden intuir la oscuridad que soporto día a día, la tristeza que me consume cada fibra de mi cuerpo cuando tengo que hacer el esfuerzo de respirar, de abrir los ojos, de hablar con los demás, de sonreír al mundo para que todo siga adelante.

Morir sería el descanso al fin, sería el único acto de valentía de mi vida. Ser la protagonista de una decisión firme y correcta, la única decisión, me atrevería a decir, bien tomada de toda mi vida. Dejar de sufrir y hacer sufrir, dejar de lamentar y atreverme a dar un giro a todo, un giro que los salvaría a todos. La eliminación del factor conflictivo, la desaparición del obstáculo, de la piedra en el zapato, del defecto, del error.

Morir será el fin, el final de un camino espinoso, cruel, desesperado. Morir marcará el comienzo de mi descanso, de mi paz. Morir será el regalo de mi vida.