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LA BODA

Fidel Bautista

Testaruda boda riega la noche con el aroma de lo que nunca debió ser, deambula, vaga, traga y retiene, tropieza con la distancia, choca con la eternidad. El rumor no cesa y alguien grita que la iglesia no nos dejará salir. ¡Estamos atrapados! Llora al fondo el niño que no sabe el significado de tantas palabras y que algún día lo sabrá. Se aprestan las almas a ocupar su lugar. La bóveda se llena de lamentos; de almas que esperaron demasiado, almas indecisas. Impaciente cierra los ojos la ciudad de enfrente. Impaciente, los abre.
Mil pensamientos flotan en el aire, plegarias, susurros, eternidades. Poco a poco la iglesia se llena. La soledad de todos habita ya estas paredes. Has llegado al fin.
Volteas tu rostro, inmaculado, rodeado por el blanco de tu vestido. Y tu novio, vestido de negro, es cualquiera, sin rostro, es todos los hombres que no son yo. Tu mirada busca, vuela. Hay tantos rostros que es imposible decir quién vino y quién no. Esperabas a tantos; esperabas a todos. ¿Me esperabas a mí? Las bancas de la iglesia están abarrotadas. No hay lugar donde sentarse para los que llegaron tarde. Miras los ojos que te miran, la infinitud de pupilas que retiene el aliento, se dejan llevar por un anhelo, imaginan otros lugares y regresan a ti. Estás sola ante ellos, ante mí. El padre espera. Estatua inmóvil sin tiempo, sin pasado ni futuro. El padre es un instante, una idea, a lo mejor ni siquiera existe, eres tú frente a la construcción de tus sueños de mujer. La boda, el vestido, el novio, el ramo, los padrinos, el anillo, el juramento. ¿Y qué de lo que construiste verdaderamente está ahora contigo? Tu imaginación lo es todo. Vuelves la mirada. La gente se impacienta. Rumor tenue. Voces incomprensibles. Cristo te mira desde su cruz fatigada. Está feliz de verte en el sueño que tantas veces anhelaste, aunque no lo diga, aunque no lo aparente. Tu novio toma tu mano, te retiene, acaricia tu alma. Tu novio que será en unos instantes tu marido. Están tus padres, los padres de él, los padrinos, la familia. De espalda a la multitud escuchas las palabras del padre. La palabra de Dios. A mi lado un niño duerme, a lo mejor él es el único que la entendería, pero ahora está dormido. Las voces le llegan en sueños, en susurros lentos que acarician su oído. Le llegan palabras sin carga de significado, puras, blancas. “Juras amarlo en la salud y la enfermedad, la prosperidad y la desdicha…” Estás impaciente, quieres que todo pase rápido. El niño que llevas dentro cada vez reclama más su existencia. El niño dice: “mamá, ya quiero nacer, dile al padre que se apure”. Es tu turno, el padre espera tu respuesta.
“Sí, acepto” respondes y tu voz resuena y rebota en las paredes de la iglesia, entre santos, cirios, columnas, gente. Llega hasta mis oídos y siento que me hablas como por primera vez lo hiciste. Me acaricia tu voz, no tus palabras. ¿Aceptas qué? ¿A quién? ¿A qué hombre? Creo que me quedé dormido en la parte más importante de la misa ¿A quién preguntar? Nadie. Y ahora el beso. Claro, el beso, “ya puede besar a la novia” dice el padre. Lo que en realidad está diciendo es: “Ahora ya le es social y moralmente lícito besar a la novia y acostarse con ella, ahora que están casados tiene permiso”.
“Pueden ir en paz, la misa ha terminado”. El telón se cierra. El nuevo capítulo de tu vida apenas empieza. Un capítulo sin mí. Avanzas por el pasillo hacia la puerta, lentamente, sonriendo, alegre, tomando el brazo de tu marido como si fuera un salvavidas en la tempestad. Afuera el arroz te espera, afuera el auto abre su puerta para engullirte. ¡Arriba los novios! Grita la multitud informe entre aplausos desperdigados. Te veo pasar como si nunca te hubiera visto. Eres una extraña, la señora Inés, a la que yo no conozco, a la que no tendré el gusto de conocer.
Esa señora camina, se recoge el vestido y entra al auto; voltea una vez más hacia la gente, arremolinada a la salida de la iglesia, finalmente dice adiós y cierra la ventanilla. El vidrio polarizado sube como una nube negra, espantosamente negra. Es la última vez que veo su rostro, con sus ojos color eternidad bien puestos. ¿Dónde quedó la señorita Inés, a la que sí conozco? No lo sé.
Estoy solo en la iglesia vacía, los santos se compadecen de mí y me piden silencio. Me acerco al altar, veo el cuerpo de Jesucristo crucificado. Algunos cirios aún arden, las sombras se retuercen. Son las almas de los indecisos que habitan conmigo. Soy un hombre de negro sin rostro, sin novia, sin multitud, sin sonrisa ni anhelo, sin Dios. Vivo entre los ángeles que no se atrevieron a rebelarse contra Dios, pero tampoco le fueron fieles, sino que permanecieron en la indecisión.
Volteo mi mirada por instinto, ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un segundo? ¿Un millón de segundos? ¿Un trillón de horas? No importa. En la frontera del tiempo te encuentro a ti en una banca de la iglesia. El atardecer te ha traído como la noche a las estrellas. Arrodillada y con los ojos cerrados rezas en silencio. ¿Qué se le pide a Dios en un día como éste? ¿Qué se le pide a Dios cuando todo está perdido, cuando ya no hay más posibilidades? Entre el silencio que te rodea, entre la penumbra que te abraza, le pides a Dios tantas cosas, arrojas plegarias desde tu memoria, desde tu alma. Dios te ha concedido tantas cosas. Hoy vienes a agradecerlo todo. Milagros de la vida que llegan de repente, cuando uno menos los espera. Milagros que no se olvidan.
Camino hacia ti. Mis pasos retumban y causan un eco que las paredes absorben. Ecos de mí que habitarán otro tiempo, que serán escuchados por quien sabe qué personas. Tanta quietud espanta. Escucho tu respiración como si fuera el romper de las olas. Todo es más claro ahora. Incluso con tus ojos cerrados puedo ver tu mirada, por donde se extienden como raíces tus historias. Historias viejas, historia nuevas, historias por venir. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre….detrás de tus oraciones, dos mil voces rezan. Son tus “yo” que habitaron un pasado, son tus “yo” que rezan al mismo tiempo. Una vez rezaste por mí. Una vez le pediste a Dios que yo estuviera en tu camino. Una vez dejaste de hacerlo. Eso fue realmente lo que me mató. Suena la campana. Las almas de los condenados aprovechan para disfrazar sus lamentos. Siempre hacen lo mismo. Es tiempo de lamentos. Me arrodillo junto a ti. Tomo tu mano. Rezamos juntos. Los santos nos acompañan. Sus ojos son silenciosos testigos de lo que pudo ser. Testigos de las posibilidades que existieron. Tú y yo, unidos por siempre. Marido y mujer. Pero ahora no hay nada. Ahora sólo eres tú y tu niño que te jala de la mano. Tiene prisa por irse. Te levantas. Sales de la iglesia. Ya no puedo seguirte. De la mano el niño que debió haber nacido de nuestro matrimonio también me jala, me reclama eternamente, no tiene rostro, no tiene nombre. Es todos los niños que no son tus hijos. Es una posibilidad que no fue. Silencio de nuevo. Es tiempo de lamentos.

Texto agregado el 29-08-2007, y leído por 208 visitantes. (0 votos)


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