Asesiné, hace algunos meses, a una soprano que había desafinado groseramente en la ópera. El crimen, cometido en las inmediaciones del Parque Forestal, no perturbó en lo absoluto mi alma. Más tarde, di cuenta de un escritorcillo de poca monta que comenzó a chantajearme, aduciendo que lo había visto todo. Me reuní con él en el Mercado Persa y le llevé una caja con pinturas y varios blocks de dibujo. Los aceptó como una contribución, pero insistió que no olvidaba los diez millones de pesos que me había solicitado por su silencio. El veneno que coloqué en su bebida lo tumbó de inmediato y como no iba a necesitar ni la caja de pinturas y los blocks de dibujo, me los traje conmigo.
Pero, una noche cualquiera, escuché el ring del teléfono y al levantarlo, una voz aguda agredió mis oídos. Era alguien que había presenciado mis crímenes y ahora exigía dinero por su silencio. Este era más cauto y me hizo una serie de recomendaciones. Los veinte millones debería llevarlos a cierto bar, ubicado en un lugar muy discreto a las nueve en punto. A esa hora, aguardaba yo en una mesa, cuando sonó mi celular. La misma voz chillona me dijo que entreabriera el maletín en donde portaba el dinero y luego de cerrarlo, me retirara del lugar. Así lo hice. Estaba a más de tres cuadras cuando el estampido de la bomba estremeció el tranquilo barrio. Supe por la prensa que las víctimas habían sido más de doce personas. Recé porque uno de los fallecidos hubiese sido el extorsionador. Como las llamadas telefónicas cesaron, supe que así había sido.
Al poco tiempo, recibí una carta anónima que me inculpaba por las muertes ocurridas en la explosión. Esta vez preferí desentenderme de todo y viajé a Estambul, para darme unas merecidas vacaciones. Cuando abordaba el avión, una mujer rubia, de edad madura, me hizo señas con su brazo izquierdo. Era la soprano, que sobrevivió a mi ataque y que ahora me había reconocido.
En el instante en que el avión despegó de la loza del aeropuerto internacional, supe que todo había sido inútil. La soprano aquella continuaría desafinando y ni todos los crímenes cometidos impedirían eso. Por lo tanto, entré violentamente a la cabina del piloto y amenazándolo con mi pistola, le ordené que se devolviera y de paso arrollara a esa pésima cantante lírica.
Ahora cumplo condena en la prisión estatal. La cadena perpetua no me la gané por asesinar a cientos de personas, sino por haber acabado con la vida de una célebre cantante de ópera. Y eso, según el juez que me condenó, no tiene perdón de Dios.
Este texto si que es autobiográfico…
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