Pudimos haber sido otros.
¿Sabes, pequeña?, pudimos haber sido otros. Qué fácil, qué lejos de este parque en que un perro me devuelve una y otra vez la piedra que lanzo cada vez más lejos mientras te espero (aunque sé que no vas a llegar, y es que esto no es una espera es más bien una renuncia a quedarme sin ti), que es un poco como esto que hay que decir y que siempre se va -cada vez más lejos- pero siempre vuelve con esa fidelidad de catástrofe inevitable que a veces tienen los perros y las verdades. Pudimos. Y estuvimos a punto de ser otros, digamos a la altura de las intenciones, bien podríamos ser otros tan distintos con sólo haber seguido con ésa distancia amable y coqueta (y odiosa, indiferente, como midiéndose ferozmente asesinos), tan sin intenciones, tan sin recuerdos. Y ahora, cada vez más cerca y más lejos, más perro, parque (al que no vas a llegar, aunque no importa porque ya es como si no te estuviera esperando), piedraverdad que lanzo lejos, cada vez más lejos, y vuelve y vuelve y vuelve.
Han de haber sido las miles de noches las que te han hecho mi pequeña a veces (siempre con una pequeñez que es mía, pero que como es tuya, es también tremendamente ajena. Definitivamente ajena), los miles de encierros conmigo, los parques nocturnamente asolados por nuestros pasos (que a veces no llegan, pero no es importante cuando nadie espera), que fueron arando, ¡qué digo arando!, socavando la voluntad y las intenciones de estos que pudimos haber sido otros, pero no, nada de eso, nada de otros, nosotros siempre, midiéndonos ahora con la cautela de descubrir que algo se ilumina en tu rostro, en tus ojos, que algo nos pone bajo el reflector principal listos para cantar una pieza que no hemos ensayado (que no hemos escuchado siquiera, ¿nos dejarán tararearla como lo hemos venido haciendo?) Descubrir que un perro me trae una piedra y parece que quiere jugar y se la lanzo lejos y me la trae, y se la lanzo y me la trae. Otros. Todavía te estoy esperando (¿Todavía te estoy esperando?) Pero parece que no es tan importante, que incluso ahora que tarareo a Serrano, y anoche que también lo tarareaba encerrado solo en mi cárcel que se deslizaba en calles desconocidas, que incluso ahora que soy un hombre de control, que me aguanto las ganas de vomitar, de llorar a gritos y de darte un beso –es decir de todo lo importante de que se pueden tener ganas-, hay cosas importantes que me postergan en la línea, en la trama de este tiempo colador, en la noche, en el parque, y me paro y el perro me persigue con la piedra pero ya me estoy yendo y me persigue, pero no, es inevitable porque -tú sabes- hay prioridades y no te voy a segur esperando (¿esperando?)
Y que no te extrañe entonces que te confiese mis ganas de quemar mis naves, de quedarme contigo, de darte un (tal vez más, no preguntes) beso. Porque qué importa, un cassette, lailala, un poco de música a veces un poco de cerveza y tenemos excusa para ir un poco mar adentro, Serrano, la primera vez fue Serrat, ahora no sé qué pasará, nunca puedo estar seguro si otra vez y parece infructuoso haber tratado de evitarlo y ayer eran ganas de darte un beso y la lucha del asco de la traición, de las puteadas que me echaría en su lugar. Serrat, como una piedra que nunca es lanzada lo suficientemente lejos, y tal vez no importe, tal vez eso sea: uno debe pararse y relegar al perro a su piedra, a su juego, a su parque, no importa. Unos besos en silencio de noche, pero ni siquiera fueron unos besos, no fue nada, es decir no fue… ¿qué puede importar? Pero sí importa -en idioma de relojes a mí me importa como dos siglos y a tí hoy en la mañana te importó exactamente 45 minutos-, obviamente importa a pesar de la diferencia de magnitudes, importa decirte que me quiero ir para siempre para que puedas vivir, juntarte puntualmente con tu pololo en una plaza, en un café, en un auto, tararear a trovadores españoles, tal vez descubrir a Sabina y reír, e impactarse leyendo a Cortázar como yo –pero sin poder después comentarlo conmigo, porque es otra historia y yo no soy sino yo, además de que ya no espero-, y ser un poco adictos a cualquier cosa –libros, chocolates, ron o lo que sea- y escribir después con apenas un atisbo de conciencia gramatical, más bien con las ganas y las náuseas de tocar a cada rato las babas del perro, las babas de la verdad que me ensucian los dedos y la conciencia pegándose entre los espacios que este cuento deja en mi memoria y me aumentan el dolor de guata.
¿Qué tal esperarlo tirando piedras que un perro vuelve a traer, pero que esta vez no son verdades como las nuestras, son sólo piedras y perro? Serrano, cassette y canciones pegadas en el tarareo. Te quiero. No sabes cuánto, y puede que ni yo sepa, y qué diablos.
Pero son como realidades llenas de agujeros, un espacio entre mis tequiero y tus tequiero en que cabes entera, pequeña (con toda tu vida, tu pololo, tus amigos y tu tiempo priorizado en el orden de lo que importa más y arriesga menos), realidades con baches, universos coladores todos estos que construimos en no sé cuánto tiempo: se desparraman una noche con un poco de ceguera del futuro, con un poco de desesperación (el que espera desespera), con un poco de explosión de tanto tragarse las ganas y que viene a ser como una cascada de babas de perro, de realidades pegajosas –no por eso con menos agujeros- y nauseabundas que vienen a dejar la sensación de suciedad, para que no se note y que no sea bueno, para que nos duela haber estado a punto de encontrarnos con una verdad incómoda, visceral (que se calle Serrat para escuchar tu corazón), una piedra que vuelve y que atenta contra lo que quiero de mí y lo que quieres de ti y contra casi todo lo que canta el cassette ultra aprendido de memoria de Serrano como la banda sonora del apocalipsis de mi parque, de mi perro, babas, corazón, besos que fallan en su dirección, decisiones contra esa traición que me duele como si fuera contra mí mismo (y de algún modo ha sido contra mí mismo en las ocasiones que hemos sido otros, pero sin saberlo así que no cuenta), y sobre todo piedras.
Creo que ya me va quedando poco y nada que decir, que ya no sé que hacer con esto, que postergarlo no lo va a hacer más fácil, que en definitiva tendría que irme. Pero dónde, dónde puede uno irse lejos dónde nadie te encuentre, donde no se encuentre uno con las intenciones escondidas, con las amistades que ya se pasaron en la cocción y ¿has visto a alguien descocer lo recocido?. Desrealizar el mundo. Desactuar: imposible, y aunque otros puedan, estamos cagados: éstos que aquí flotan entre dudas y cervezas no somos sino nosotros. Lo hecho, hecho está. La destrucción es un camino nuevo, no es el regreso por donde se venía, tampoco se puede desdestruir lo que estoy a punto de destruir, pero es que ya no sé dónde lanzarte, cuán lejos, para que no te traigan de vuelta mis fantasmas, mis Serrat, mis Benedetti, mis noches de Plaza Ñuñoa con una cerveza de más por error del mesonero, mis perro.
El mal coñac siempre me ha dejado un gusto repugnante, agrio, (malo de veras, no culpable, como esa sensación agradesagradable que sobreviene después de Serrat y de la piedra) en la boca y hace demasiado calor, no sé si al fin desaparecerme. Tal vez lo que quiero es que te manifiestes tú, que me obligues a quedarme contigo para siempre (aunque yo no espero eso, hace rato ya que sé que no vendrás y no te espero), aunque sabemos que ése para siempre no es verdad, que volverán los boomerang babosos y me volverás a postergar cobarde, por si acaso, por si el tiempo, por si en eso se nos pasa la eternidad y cumplimos con aquello del para siempre (¿pero cómo esperarlo (sabiendo que ya no espero (¿te espero?))?, ¿cómo seguir, si ya me voy, si el calor, si el coñac, si la trasnochada?). Mejor, tararear a Serrano, echarle unas monedas a la estatua humana, detenerse a escuchar al dúo de violín y contrabajo del metro, tragarse el llanto y los gritos de no poder manejar esto, tomar una micro y seguir leyendo la historia de una mochilera chilena en alemania con un argentino que es un Cortázar disfrazado, como tantos cortázares que andan sueltos vomitando conejos.
Quiero que no seamos nosotros los que se despiden, pequeña, pero ¿cuántas veces se puede lanzar algo cada vez más lejos?
En un momento, casi por accidente, dejo caer la piedra hacia atrás, sin lanzarla. El perro corre hacia donde debió haber caído, buscando desconcertado. Mientras no miraba, yo lanzo la piedra para el otro lado, quién sabe si jamás volverá a encontrarla. Qué ganas de ser otro, y de que tú también fueras otra, pero no, estamos así cosidos a esta realidad de agujeros. Cosidos, pequeña mía, no tan mía como pequeña (sólo el privilegio de tu pequeñez me pertenece), al colador del que estamos colgando atrapados.
Y es así, un accidente, una casualidad y todo se quiebra (no vuelve ya la piedra, me paro y me voy, no sigo esperando), todo se rompe, y no quiero (ni siquiera quiero ni quise que fuésemos estos que somos), pero es así, se rompe y ya.
|