El Silencio
Una mujer anciana vivía en una casita en la pradera que había a la cima de una montaña. Con ella vivían sus cinco nietos que pastoreaban ovejas y ahuyentaban a los pumas que venían a comerse a los animales, y ella los curaba de sus heridas y les cosía la ropa. La montaña era alta y helada... así que poca gente llegaba de visita, aparte de unos pocos viajeros a los que les vendían carne y telas y de quienes compraban pimienta, aceite, agujas, y armas para combatir a las bestias, pero cuando estaba despejado, pensaba la anciana ya en sus últimos veranos, Kûrnazs, que así se llamaba aquel trozo de tierra donde se había venido a vivir con su familia hace ya tantos años, era el lugar más bello que había conocido.
Un día su nieto menor, que había salido a caminar sólo para hacer mundo como todos sus hermanos habían hecho cuando cumplieron catorce años, mandó un mensaje con la caravana de febrero.
"no podré volver en algún tiempo, debo dinero y tendré
que pagar haciendo de soldado unos meses"
La anciana sintió que le llovían las estrellas encima, encendidas como estaban. Pasaron los años y con ellos las fuerzas de la pobre anciana, que ya no podía coser bien y por eso sus nietos debían, en invierno, usar piel de puma para no tener frió. Fueron tiempos muy difíciles.
Un día como cualquier otro, durante un verano mezquino, la anciana, que ya no veía muy bien, recibió un visitante. El cuarto era de adobe y de madera, casi completamente cubierto de pieles para calentar el interior. Olía a menta y a jazmín por las infusiones que los jóvenes habían preparado para ella, y había un plato de cazuela a medio terminar sobre la tosca mesa de noche. Un hombre alto, lleno de cicatrices y manco del brazo derecho estaba arrodillado frente a la cama, mirando silenciosamente a la anciana con el único ojo sano que tenía.
- ¿Eres la muerte, que viene por mí finalmente? preguntó la anciana.
- No, soy un hombre. Traje bueyes lanudos y cereales de países lejanos para que tus nietos los cultiven, y traigo también oro. Todo esto lo entrego a tu familia con tal que me perdones, mujer.
Los ojos casi ciegos de la anciana resplandecieron de esperanza.
- no sé que he de perdonarte, guerrero, pero sin saberlo te perdono, por que has asegurado el futuro de mis nietos, que son como mis hijos, y tienes mi favor. - La mujer cerró los ojos en paz, como quietamente orgullosa de la labor de su vida.
- te pido perdón por que los abandoné a todos hace años. Yo soy el niño que hace seis años partió a hacer mundo, he luchado guerras y he traído riquezas, pero de nada me vale todo esto si sienten que les he fallado.
La mujer no dijo nada
- ¿me perdonas? preguntó el soldado que había vuelto a ser un niño.
Pero la anciana había muerto ya, con una sonrisa indescriptible en los labios. Ni el trino de un ave rompió el silencio.
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