Se reconocieron y disimularon, no resultaría conveniente que los demás los vincularan. Se miraron a los ojos y las dos miradas se ampliaron, en un brillo, casi imperceptible, pero fue un brillo delator para ellos mismos. Ella se acercó a la mesa de los canapés y el se alejó, casi al instante, hacia la mesa de los tragos. El tomó una copa de líquido rosa, hum, que rico, era bacardi de frutilla. La volvió a mirar. Estaba hermosa. Conservaba las curvas firmes, bien formadas, conservaba esas manos, finas, entre maternales y amantes. Recordó esas manos cuando le cambiaban la chata, cuando lo afeitaban, también las recordó cuando lo acariciaban y los labios, también recordó los labios. El la miraba, y ella lo volvió a mirar, después desvió la vista hacia otro lado.
Ella se mantuvo junto a la mesa de la comida. Hablaba con otros hombres, había mujeres también, en una ronda, y parecían estar pasándola bien. Ella recordó los ojos de él. Los ojos de él cuando la miraban, mientras ella lo aseaba, mientras ella lo ayudaba a orinar, eran ojos de perro flaco y abandonado. Así eran sus ojos aquella época, tristes, sedientos, dispersos, perdidos. A ella le encantaba eso, ese aire de perturbado, esa tristeza arraigada que el presentaba. Varias veces al día se acercaba a su habitación, le traía alguna fruta, un trozo de flan. Ahora ella lo miraba a él, y él se sintió complacido.
Otra vez le volvió al cuerpo aquella excitación que alguna vez había sentido por ella. El no la miró, ella dejo de mirarlo. No sería conveniente que los vincularan. Ni siquiera sabía si fuese conveniente el reencuentro. Habían pasado muchos años. El había borrado esa parte de su vida. Por lo menos de la memoria. Pero no había podido borrarla de la memoria de otros. Eso parecía. Le gustaba, ahora en el recuerdo, cuando ella entraba casi a media noche y le leía. Eran revistas de moda, de chimentos, pero a él le encantaba el sonido de su voz. Recordaba que en la confusión del mareo y los medicamentos, escuchaba la voz de ella, y algo lo mantenía unido a la realidad, a la vida.
Ella tomó un canapé. Eran las mismas manos que lo ayudaban a orinar, a defecar. El sintió un estremecimiento y se los ojos se le humedecieron. Ella seguía tan hermosa. El se quedó mirando las manos de ella. Ella mordió el canapé y le sonrió. El bajó la mirada. Había pasado tanto tiempo. Fue al baño. Si los descubrían, no sería bueno que los relacionasen. Aquella era una reunión de negocios. Cómo había ido a parar a ese lugar ella, nadie lo sabía, después de todo el no sabía bien que hacía en ese lugar. En el baño se miró al espejo, se acomodó el cabello. Era un hombre apuesto. El hombre demacrado se había recuperado. Ahora era un próspero comerciante. Qué hacía ella allí. No importaba.
El se acercó a unos hombres, unos conocidos, empezó a conversar, la olvidaría pensó. Bebía bacardi de frutilla. Cuando se dio vuelta ella se acercaba a la mesa de los tragos. El sintió un estremecimiento. Algo parecido al miedo. Ansias. Ella tomo un vaso con fernet y volvió a donde estaba. Esos labios rojos. Rojos como la sangre. Como una cereza sangrienta y dulce. Ahora se miraron, ambos, mantuvieron la mirada, hubo un intento de decir algo, acercarse, después miraron alrededor. No sería bueno descubrir esa parte de su vida, por lo menos eso pensaba él, a ella no le molestaba tanto.
Ella se acercó a la ventana. Un amplio ventanal que daba hacia una pileta. Afuera nevaba. Se observaba una lámina de hielo cubrir el agua de la pileta. Un montón de pequeños pinos se vestían de blanco. Ella estaba junto a la gran ventana. Sola. Alejada de todos. El se llevó la copa a la boca. La observó. Se quedó con los labios besando el borde del cristal. Que le diría. Después de tanto tiempo que le diría. Que habría sido de su vida. Seguiría en el mismo lugar, habría ascendido, o sería ahora una mujer de negocios, como él, como él intentaba serlo.
Ella miraba hacia fuera. Los copos de nieve caían como un manto de cristales blancos sobre el césped del patio. Respiraba hondo y esperaba. Se atrevería el a acercarse. Podría hacerlo casualmente. Nadie tenía que saber que se conocían. Hablar por lo menos. El pensó en acercarse. Algo se le ocurriría decir. Sintió un poco de vergüenza. La última vez que se vieron el necesitaba de ella para ir al baño, ahora no, ahora las cosas habían cambiado. Podría acercarse, decirle algo a ella, como si fuera una casualidad. Recordó los besos de ella, recordó cuando violando la leyes del lugar lo besó. Eso no debía hacerse pero lo hizo. Prometieron verse, ella no pudo, él, tampoco. Pasó el tiempo se perdieron el rastro, el abandonó el rastro, quiso olvidar esa parte de su vida. Ella se dio vuelta, el ventanal quedó a sus espaldas. El miraba un cuadro en la pared.
Tenía los ojos húmedos. Miraba el cuadro y apenas si distinguía la imagen, las lágrimas, no lo dejaban ver. No se había dado cuenta cuanto la había querido. Amado tal vez. No se atrevía a hablarle. No quería ni pensar en posibilidad de que los descubriesen. Qué diría. La conocí hace un tiempo, en un lugar así y asa, ella me ayudaba a orinar y terminamos amándonos sobre una camilla una noche. Eso diría. No podía develar esa parte de su vida. Imposible. Continuó mirando el cuadro. Cuando la miró ella había vuelto al grupo de gente. Tenía un aire de desprecio en la cara. Bebía y comía, dulcemente, con finura. El dejó de mirarla.
Se acercó al ventanal, él, ahora él fue a parar junto al vidrio que separaba aquel amplio lugar de la nieve. La luna apenas si se veía, el cielo sembrado de nubes grises. Recordó las manos de ella. Esos dedos largos, delgados, los recordó desparramándose por su vientre, aquella noche, sobre la camilla. La recordó, cuando le dijo que era único, me encanta tu melancolía, había dicho ella. A él no le había gustado mucho eso. No importaba aquella noche. Se amaron. El aún con el brazo marcado por los pinchazos del suero. El ventanal se movía un poco, por el viento. Hubo un gran relámpago, le siguió un trueno. Después se cortó la luz.
Hubo un gran alboroto. El dueño de casa imploraba orden y paciencia. Una copas cayeron al piso, una niña lloraba. La habitación se iluminaba solo por los truenos. Algunos hablaban, otros gritaban. Ya volverá la luz, dijo alguien. Junto al ventanal estaba él. Ella se acercó y le dijo algo al oído. Hubo un nuevo relámpago y la luz volvió. Algunos aplaudieron, otros brindaron. Ella comía junto a otras personas. El dejó la copa junto a la mesa, tomó su campera y se marchó. Su auto atravesaba la cortina de nieve mientras se transformaba en una sombra más bajo la tormenta.
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