Y la sangre amaneció desparramada, nada consiguió acuartelarla un segundo más. Reprimida desde lejos en el tiempo, contenida en cápsulas de hierro, bajo presión de un millar de dictaduras, casi fundida con su espíritu siniestro. Estalló acompañada de diluvios, tornados desolados, ráfagas de espanto y escuadrones de rocas de costras rotas que las heridas formaron por millones, durante los albores de su encierro, los primeros siglos de encarcelamiento.
Y huyendo de los silos clausurados y brillantes, rompió contra murallas terrenales. Mármoles y fuertes no la represaron, acabó con piedras y habitantes, torció rejas, desnudó raíces y sofocó alientos. En los últimos minutos inundados, la luna reflejada en los ríos densos de su cuerpo, saturó de luces escarlatas el paisaje y no volvió jamás a ser tan roja, espesa, desabrida y contundente. La sangre entonces se escurrió entre terrones y sepulcros extraviados.
Empantanados en un barro caliente, respirando en la asquerosa humedad, entre hordas de pulgas y zancudos, sobrevivieron los hombres soterrados. Reconstruyeron lento caminos y pueblo, limpiaron, filtraron y sudaron y olvidaron a la sangre en una noche, cuando no soñaron más con las estrellas titilando estampadas en un charco lleno de plaquetas y cuajando. Sus pulmones supieron solamente de las gotas celulares suspendidas en el viento.
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