Recuerdo un verano, cuando tenía seis o siete años, en que todas las tardes me escapaba a la hora de la siesta para ir al huerto. Allí me sentaba a mirarlo. Cada día se veía más grande, más rosado, con esa pelusa suave y blancuzca que iba cubriéndolo de a poco. Lo descubrí en el árbol cuando era sólo un botón verde, pequeñito y duro, una promesa de durazno.
Poco a poco fue creciendo, bajo mi mirada atenta y anhelante. La ramita de la que pendía se iba doblando lentamente con el peso, y a veces el viento lo sacudía peligrosamente, haciéndome temer lo peor.
Era el único fruto que daría ese año el árbol perezoso, los demás apenas pasaron de ser flores, proyectos malogrados.
Poco a poco comenzó a sentirse su aroma dulzón, tan penetrante, y su color se hacía más y mas intenso. Hasta que, una de esas tardes, decidí que ya era tiempo, estaba lista para cosechar mi tesoro.
Fue recién entonces que reparé en un pequeño inconveniente: el durazno había crecido en una de las ramas más altas, a la que no podía llegar ni siquera subiéndome al árbol. ¡Qué ironía terrible ! Tanto tiempo esperándolo, adorando a mi ídolo en la distancia, para tener que dejarlo allí, envejeciendo lentamente hasta que se convirtiera en una momia amarillenta. ¡ Pues no sería así, no señor ! Yo iba a rescatarlo. Así que partí a buscar algo con qué alcanzarlo, probé con una silla primero, después con un banco más alto, y finalmente encontré una escalera abandonada en el fondo del jardín. La arrastré con gran esfuerzo, la apoyé contra el tronco del árbol y, llevando un palo en una mano y mi canasta colgando del otro brazo, comenzé a subir. No podía apartar los ojos de mi meta, la fruta deseada que se balanceaba casi burlonamente en la punta de la rama. Un pie primero, después el otro, aferrándome con fuerza a las maderas crujientes. Se me hacía agua la boca, ya estaba sintiendo el placer de morder su piel de terciopelo, sentir la suavidad de su carne, saborear su almíbar de cristal. Llegué al ultimo escalón y desde allí, parándome en puntas de pie, estiré mi brazo todo lo que pude, pero aún así no lograba alcanzarlo. Una, dos, tres veces, cuando mis dedos sentían el suave roce de su piel, una brisa leve volvía a alejarlo. Desesperada, decidí usar el recurso final, al que me había resistido hasta entonces: el palo. Con culpa, casi sin poder mirarlo, levanté mi brazo derecho empuñando el palo como una espada fatal. Asesté el golpe con fuerza, pero con tan mala suerte que el impulso me hizo perder pie y terminé cayéndome de la escalera, la que a su vez se desplomó completa sobre mí. Pero no terminó ahí mi tormento, la sacudida había agitado también el árbol, y mi dulce tesoro quedó balanceándose violentamente hasta desprenderse de la rama y caer aplastado contra el suelo. Entonces ví, desconsolada, cómo la dorada promesa de durazno terminaba convertida en una mermelada.
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