Él tomó su sombrero, te dio un beso en la mejilla y dijo: “Luego vengo”; y en un santiamén, llegó la madrugada sin que él diese señas de volver. Antes de que se fuera, lo abrazaste recargando tu perfil en su cuello, y tus pechos apretaron contra su espalda. Mientras él se bañaba, miraste al espejo. Tu pelo castaño caía lacio sobre tus hombros, la bata abierta parecía un zaguán resguardando frutales. ¿Sabes?, la seda le va muy bien a tu cuerpo, pues al caer define la brevedad de tu vientre y la curva de tus caderas. Del buró caoba sacaste un incienso de sándalo y te imaginaste el olor acomodándose en las gradas de la recámara. Cuando él salió del baño con las gotas de agua atrapadas en el vello de su pecho, sin mediar palabra, lo besaste. Él respondió, pero discretamente se zafó de tus brazos y se encaminó hacia el clóset, empezó a vestirse y tomó su sombrero.
—Luego vengo— dijo.
Besó tu mejilla y te ofreció esa sonrisa pícara que bien conoces.
— No tardaré. Voy a una reunión de caballeros.
Mientras te bañabas, miré tu silla veteada de nogal y recorrí cada una de tus figuritas de porcelana. Cesó la regadera y después oí crujir la puerta. Saliste con una bata color naranja y sujetabas tu pelo con una toalla. Jamás hubieses imaginado que yo te veía detrás del espejo. Tus ojos color carbón, los labios hechos para el beso, y las mejillas turgentes y frescas.
El bochorno de la noche te dio la justificación para abrir la bata. Observaste la grandeza de tus pechos y sonreíste al recordar la atracción que ejercen sobre el deseo de los varones. Después cepillaste el cabello; y en cada movimiento, sobresalía enrojecido tu pezón como una uva cargada de vino.
Te recostaste sobre la cama y esperaste su regreso. La noche calurosa se transformó en tibia y la vigilia empezó a tropezar con el silencio, y el fastidio fue escondiendo los deseos de lumbre y suspiro.
Yo miraba tu esplendor: sobre la cama tenías la cabeza ladeada, y la dignidad erecta de los pechos; pues aún en el sueño, ellos esperaban. Tus piernas largas que parecían cal dorada por la luna. No entiendo el desprecio de tu varón. ¡Cómo no trotar y cabalgar tus colinas llegando así a las dunas de tu vientre y entremezclar los suspiros con lluvia íntima! He salido de mi escondite y estoy a tu lado, pero por más que intenté sacudirte con mi ánimo, no despertaste. Me retiré a mi guarida a rumiar mi desorden que, por supuesto, ya no es de este lugar, pero aún recuerdo las veces que espiaba a las parejas en su procesión de quejidos. Hermosa mujer, yo también me he decepcionado de tu esposo y me he quedado con el deseo de lubricar mis sentidos.
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