La sensación ya era una constante, la apatía era generalizada y el día era el mismo hace -consultó rápidamente su bitácora- treinta y tres para ser exacto. No era que no tuviese un fin, o propósitos, sino que era algo extraño, sólo estaba ahí, como si de pronto se hubiese neutralizado la vida misma.
Cada día que pasaba desde aquel septiembre tres, lo atormentaba con la misma pregunta en su cama de plaza y media, antigua, alta, señorial, de bronce y bien cuidada, ruidosa por lo demás, ¿Hasta cuándo?. Cada día nada nuevo, la misma consistencia, la misma inespecificidad. La continua mirada, el continuo limón y entre ambos una eternidad de posibilidades y recuerdos. Los mismos barrotes ocres del balcón que segmentaban en ocho el gran árbol. Aquel dormitorio era su mundo. No había más que la cama, el velador y aquella cómoda, con el gran espejo que reflejaba su triste realidad. La situación ya era insostenible.
Raimundo era un buen hombre, de caminar cansino y modos torpes, voz profunda y carrasposa, manos gruesas y conducta escrutadora. Racional por fuera y sensible por dentro - un buen hombre decía mi madre. Ya era noche, idéntica hace más de un mes, exacta la luz de la luna que entraba desde la esquina superior izquierda de su gran ventanal y cortaba la pieza en dos, dejando así una parte oscura y misteriosa y una iluminada y elocuente. Era como si aquella luz que todo lo cortaba en luz y sombra, a él lo erigiese impertérrito en el punto muerto entre ambas escenas antagónicas. No era ni lo uno, ni lo otro. No estaba en ninguna parte y estaba en todos lados. Era por decirlo de alguna forma, un semi-existir en una seudo realidad.
“Han pasado ya tres días desde el último escrito y sigo postrado. No sé que hacer: espero. La paciencia se agota: no hay ideas. Todo igual, ¡que hastío! En fin, podría ser peor, supongo”.
Los perros nunca le gustaron pero ese en especial le disgustaba, su maldito ladrido agudo, lastimero, desquiciante e incesante lo atormentaba hora tras hora. -Un perro de mierda, pensaba-.
Entre sobresaltos y pesadillas despertaba y veía el limón, el balcón, y el perro insaciable. La modorra, el dormir, luego el campo y la sangre, un río de sangre, que cambiaba de dirección y corría tras él, entonces gritos, sobresaltos, sudor y vigilia. Afuera, el sol y el perro luchaban obstinados: rayos y aullidos, luz versus ladrido, cada uno en su lengua en una batalla que no cesaría jamás, pero ninguno lo comprendía, sólo el de la cama, el vigilante del balcón, el hombre de la antigua casona, la de los jardines verdes.
Estaba sólo y el silencio se lo recordaba a cada instante. El ser se comunicaba con él, pero el perro. El libro caído sobre sus piernas lo incitó a retomarlo y a cada vuelta de página sentía como si la vida se fuese acabando. La historia lograba abstraerlo a ratos y consumir su devaluado tiempo. Así mataba un poco las horas. Entre lecturas, sueños y recuerdos. El resto vigilia superflua y sin sentido.
El viernes catorce de septiembre se levantó y volvió a traer unos diez galones de agua a la pieza, uno tras otro. El ejercicio lo agotó, por lo que durmió las siguientes seis horas. Comida ya no ingería, el aire bastaba. Esa misma tarde alguien golpeó su puerta, pero no se levantó. El sonido de los golpes se alejó junto al inesperado visitante. Fue su penúltima visita antes de su decisión.
“Son las ocho y media y casi no puedo sostener el bolígrafo en mi mano, ya no tengo fuerza y hace tiempo que el ánimo me abandonó. Siento que mi cuerpo pierde tonicidad y masa. Me cuesta moverme. La bitácora la dejo a mi lado. El velador se encuentra a una distancia insondable. La pieza paulatinamente ha adquirido dimensiones estratosféricas, el limón sólo es una ilusión de árbol, borroso y deforme; aunque el perro: estoico y agudo: desgraciado”.
Finalmente decidió dejarse llevar. Tomó la decisión que tanto lamentaría. En sus manos cogió la bitácora y escribió: “Espero lo mejor”. Destapó su cama y se arrojó al suelo atolondrado y brusco. El golpe lo atontó. Eran las seis con diez de la mañana. Había pasado la noche en vilo. Se arrastró hasta la cómoda, que se encontraba frente a los pies de la cama. Su rodilla derecha sangraba por la caída. Pasó entre hojas de cuaderno, hormigas y polvo. Sintió un frío que le recorría el cuerpo y un escalofrío que lo remeció de súbito. La pieza era ahora un espejismo con movimiento. Llegó a la cómoda, abrió el segundo cajón, con gran esfuerzo y registró pacientemente entre sus ropas impecablemente guardadas. Entre la vieja camisa gris y su chaleco invernal de tonos marengo con beige encontró lo que buscaba: una pequeña espada de unos quince centímetros comprada en un viaje a España, que utilizaba para abrir la correspondencia. La contempló y una lágrima rodó por su mejilla. La cogió en su mano izquierda y con la derecha se empujó por el suelo hasta la cama. Se apoyó contra la estructura de bronce y pensó por vez última en aquel rostro. La lágrima se transformó en llanto. El corazón se le oprimió y su mano se agarrotó. Hizo fuerzas y estiró el brazo con que asía la improvisada arma. El cuerpo contraído. Los ojos cerrados. Dubitativo, se hizo de coraje y contó tres. Uno. El sudor corría por su mano hasta caer al gélido parqué, las venas afloraban, como si quisiesen traspasar la delgada piel, la respiración entrecortada, la mente nublada y más lágrimas. Dos. Los ojos abiertos, incrédulos. El llanto agudo, miserable. La cara demacrada, cada facción se marcaba con fúnebre claridad. Las manos frías, cerradas. Los dientes oprimidos unos contra otros. La saliva se acumulaba en sus fauces de animal agazapado. El impulso final y el horror lo invadió. El miedo lo congelaba, la mente en blanco, el brazo impaciente. Tres. El llanto cesó y el brazo bruscamente se dobló sobre sí, la pequeña espada de plata se clavó en pleno corazón y la sangre brotó a borbotones. El suelo se manchó de rojo, y un fuerte mareo derribó al moribundo. Al poco rato, que más bien le pareció una eternidad, escuchó la puerta que se abría desde fuera. Oyó lejanos los pasos que recorrían la casa y una voz que se diluía en el espacio. Comprendió que pronunciaban su nombre, pero la voz no le era conocida, el tono era ajeno y oscuro. Los pasos se dirigían ahora hacia la escalera. El sonido se acercaba con la misma velocidad con que su vida acababa. De pronto frente a su dormitorio, se escuchó un tímido ¡Raimundo, estás ahí! No hubo respuesta y la puerta se abrió. El grito de horror agitó el cuerpo y Raimundo abrió levemente los ojos. La mujer se arrojó al suelo tomándolo entre sus brazos y susurrándole entre sollozos al oído, un patético y elocuente: “Discúlpame por favor…discúlpame”, al tiempo que Raimundo dejaba de existir. Eran las seis cuarenta de la mañana.
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