Corrió y se posó frente a la culebra. “No le tengo miedo”, se repetía mientras las manos le producían manantiales de sudor. La culebra estaba alerta, en esa posición atemorizante en que cualquier movimiento de su rival la haría atacar. El clima era insoportable: el calor, la vegetación, los insecto, la piel pegajosa y la sensación sofocante de un trópico en invierno. “No es el momento”, se repetía. No sabía qué hacer. ¿Cómo ser más rápido que ese animal?
En el campamento siempre le dijeron que las culebras nunca dejan ir una presa en ese bosque. “Aquí son malas”, le decían, “te pican solo por picar”. Entonces, ¿qué partido debía tomar si se topaba con una? “No esperés a que te vean”, le aconsejaban los más expertos, “agarrala de la cabeza levantala para luego gopearla contra el suelo”. Fácil era decirlo; incluso, pensarlo. Ahora, frente a aquel ser escamoso y venenoso, se dio cuenta de que acababa de cometer un error. No la tomó de improviso. Corrió y se posó frente a la culebra. Mike ya no tenía mucho qué hacer en este mundo. Lo supo cuando vio esos ojos amarillos partidos con una línea negra.
Estaba solo. A muchos metros no había nadie. “No puedo pedir ayuda, tampoco puedo salir corriendo”, pensó con el corazón en la garganta, “me alcanzaría”. Las lágrimas inundaron sus ojos que no se atrevían a soltar ninguna. El animal sacó dos veces la lengua y tuvo dos movimientos esporádicos. En realidad, Mike no quería intentar ni siquiera luchar por su vida. Las decisiones de vida o muerte nunca han sido su fuerte.
Después de un rato eterno en el que las cosas no avanzaban, Mike comprendió que las cosas no iban a avanzar si él no hacía algo. Contuvo la respiración y sin pensarlo, tomó la cabeza de la culebra. La golpeó contra el suelo. El animal se desubicó y Mike pudo hacer la misma operación tres veces. Obviamente, la dejó agonizando.
“¡Qué alivio!”, por un momento pensó que no iba ser capaz de hacerlo. El caso es que Mike no logró llegar al campamento. Caminó unos pasos y fue sintiendo como que alguien le había tomado la cabeza y lo había golpeado contra el suelo una, y otra, y otra vez. Algo estaba mal. No comprendía por qué se sentía así. Mike se sentó a descansar a un kilómetro de su morada. Se apoyó contra un árbol y poco a poco fue perdiendo la conciencia. Su mente le mostró en “cámara lenta” el momento de la acción que todavía lo hacía sentir orgulloso, a pesar de todos aquellos malestares. Cuando los pulmones ya no le ayudaban y su corazón estaba más débil, algo revelador le inundó el pensamiento. “Mi brazo se movió rápido”, se repetía. Sí, su brazo se movió en un segundo, pero la culebra le aplicó veneno en una milésima de segundo. Mike ni se había percatado.}
Mike supo, en su último respiro, la causa de su muerte. Pero no le alcanzó la vida para dejar de sentirse orgulloso de su hazaña. Al fin y al cabo, ¿cuántos citadinos han matado una culebra en su vida?
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