Él, lo mató. Y eso es lo importante. Da igual la hora a la que ocurriesen los acontecimientos; no tiene peso específico el hecho circunstancial de que ocurriera por la mañana temprano, al mediodía o ya cuando la noche se descolgaba de los tejados; lo importante es que lo mató.

Lo mató en plena calle. Y no entraremos en qué lugar específico; para morir da igual encima de la acera que sobre el adoquinado; en un sombrío portal o bajo el escaparate de una mercería. Se muere y ya está, después te da igual donde quede tumbado tu cadáver o hacia donde se dirija el reguero de la sangre.

Pues eso, que lo mató… y da lo mismo como lo hizo; porque pudo golpearlo hasta la muerte con una barra de hierro, o quizás el brillo de una navaja iluminó durante un momento el lugar; podría haber ocurrido que lo estrangulara con los cordones de sus zapatos. Hasta puede que se oyese el sonido seco de un disparo desgarrando el aire, pero el caso es que lo mató.

Luego, se lavó las manos en la fuente. Y no vamos a decir que el agua se tiñó de rojo en el pilón, porque ni siquiera sabemos si se había manchado, ni sabemos si estaba tibia, o fría… ni nos importa en realidad, lo importante es que el, lo mató… y seguidamente lavó sus manos en la fuente.

Cuando acabó se fue calle abajo. Desconocemos si llevaba sus manos recién lavadas metidas en los bolsillos. Quizás, silbase una melodía mientras se alejaba. Puede que huyese corriendo o escondiéndose en las sombras de los soportales.

Pero a lo que íbamos; él, lo mató en la calle; después se lavó las manos en la fuente y se alejó del lugar calle abajo… y ya está.