Últimas Horas
Su costumbre era sentarse todos los días en la puerta de su sencilla chocita, desde allí veía todo el pueblito humilde bajo él. No hablaba mucho, sólo decía Gracias cuando le dejaban la merienda; la edad que tenía era un misterio, unos 80, o más años quizás; nadie supo su nombre, sólo todos lo llamaban El Abuelito. Era el abuelito del pueblo.
Era de lento caminar, sus ojos eran de niño, y cuando sonreía se ganaba el mundo entero; para él, el mundo era todo el pueblito bajo sus pies, cuando llegó por primera vez, se ubicó en aquella parte alta del pueblo, en ese entonces tenía más palabras para comunicarse, todos le tomaron cariño muy pronto, parecía un abuelito de los tiernos, de los bellos cuentos.
Nadie cayó en cuenta que aquel día estaba más lento, nadie pudo notar que sus ojos de niño, reflejaban una tristeza extrema; se estuvo allí sentado todo el día como de costumbre, todo parecía normal, cuando le llevaron la merienda, pronunció la palabra que sólo pronunciaba hace años, “Gracias”.
En su interior ya se acrecentaba con mucha nostalgia un adiós eterno; se quedó contemplando el morir del sol. El azul del cielo se vestía de gris y luego del más oscuro manto negro; tomó su banquito de madera, le regaló un suspiro lento a la noche, y una lágrima de cristal resbaló acariciando su mejilla izquierda.
Se apoyó con el hombro derecho en una de los lados de su humilde choza y gimió amargamente, él sabía y lo presentía, y lloró tristemente.
Estuvo así casi una hora, mirando las luces de la ciudad que era su mundo hace cuatro años; se frotó los ojos con el antebrazo, y sonrió como siempre lo hacía, y volvió a pronunciar su única palabra, “Gracias”.
Se recostó en su improvisada cama, frente a él había una ventana cubierta de un plástico, para evitar que el frío de las noches penetrara, pero el frío siempre encontraba por donde colarse; se acurrucó buscando calor, miró cada parte de su humilde choza, y pensó mucho; sus ojos de niño eran los de siempre; miró por varios segundos el plástico de la ventana, estiró la diestra y la arrancó, varias lágrimas rodaron por sus mejillas, con una voz ronca y forzando los labios pronunció: Gracias, y sus ojos de niño se quedaron quietos mirando las luces de la ciudad eternamente.
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