Hace un tiempo me tocó vivir en una ciudad con nombre de Virrey del Perú, pero mucho más al sur. Una gran cordillera la separaba a poniente del mar y algunas gentes se sentían protegidas del terremoto por las montañas.
En dicha ciudad adquirí la costumbre de acompañar a mi esposa a hacer la compra en el Mercado Central.
Allí, los sábados, es un ritual de cumplimiento casi obligatorio. La mujer es la encargada formal de las compras, a los maridos está reservado el papel de acompañantes. Razones de prestigio o de prejuicio, según se mire, les impide participar con naturalidad en la elección de comestibles apetecidos, oler merluzas, pringarse con grasa de cerdo o regatear el precio de una pata de cordero.
No. La cosa está en adoptar pose de importante, aconsejar en voz baja a su mujer, mirar con displicencia hacia los pollos de la ganchera y poner la distancia conveniente entre uno, cliente de calidad, y Paquita la pescadera.
Cargar los paquetes está permitido, hace a la condición del sexo fuerte. Si el peso no excede ciertos límites, pueden realizarse esos saludos de leve sonrisa y parsimoniosa inclinación de cabeza, sutil contraseña de una clase con aspiraciones. Saludos de ¡Adiós Doctor!, ¿Qué tal Profesor? o el no menos estirado ¡¿ Cómo le va, mi amigo ?! Todo ello entre el tráfago vocinglero de los puesteros, protestas de las amas de casa por el alza de los precios y las insistencias de alguno que otro pedigüeño especializado en atormentar a la gente de bien con sus reclamos de limosna.
Laberinto de pasillos acordonados por puestos desbordantes de proteínas, fibras, lípidos, féculas y vitaminas en sus más diversas formas comestibles, el Mercado Central se me aparecía como la representación prosaica del cuerno de la abundancia que ocupa un lugar de preferencia en el Escudo de la Ciudad.
Ir de compras al Mercado fue convirtiéndose en una experiencia agotadora. Será por eso que tomé el hábito de escabullirme rápido hacia la puerta
principal y quedarme allí a la espera de mi esposa. Gracias a esa costumbre, atribuida por ella a mi pereza, trabé amistad con el pajarero que tenía instalado su negocito ambulante en la acera.
El puesto no pasaba de unas pocas jaulas montadas, con habilidad, en una motocarga. Mirlos, jilgueros, verdes loritas criollas y periquitos australianos, algún bolita de fuego, cardenales de copete rojo y de los enteramente verdes, venteveos, abundante cantidad de canarios adquiridos al lote, componían las existencias habituales de plumajes y silbos que atraían los sentidos de los caminantes.
Quien, como yo, llevara un control semanal de altas y bajas operadas en las jaulas del pajarero, no tardaría en prestar atención a un siete colores que parecía ajeno al cotidiano intercambio mercantil. Es que, efectivamente, ese pájaro no estaba en venta.
Como le preguntara la razón de su oposición a desprenderse de aquel ejemplar, arguyendo en favor de mis pretensiones de comprador que el bichito no tenía nada especial, más allá del plumaje común a su especie, el pajarero me miró con indulgencia y se encerró en la negativa.
Después, sábado a sábado, a medida que su relato creció en palabras, pude comprobar, en carne propia, cuán profundamente nos ha calado el vicio televisivo de contentarnos con la imagen superficial de las cosas.
Aquellos sibaritas del Mercado, sólo ven en un kilo de jamón su gula; en las cebollas son incapaces de percibir al labrador. Es verdad, pero también es cierto que yo no pude advertir en un siete colores más que su maravillosa combinación cromática.
La historia narrada por el pajarero se refería a un niño, Víctor, que yo trataré de repetir aquí con la mayor fidelidad posible.
Contaba el pajarero que cuando el Víctor llegó, no fue de los primeros.
Era muy pequeño aún el día que penetró por el zigzaguear de calles sin nombre, apenas sugeridas en el antojadizo contorno de los ranchitos. Como todos los niños procuró seguir el ritmo acompasado de su madre y su fatiga
se perdió en las profundidades de aquellos senderos ascendentes, nervadura vital de techumbres y tapias crecidas en racimo.
Así penetró el Víctor, por primera vez, en el Barrio. Absorto explorador de esa intrincada geografía de peñascos, cañas, latas y barro hecho adobes, unidos con sudor a la intemperie. Laberinto de paredes levantadas sin plomada, acumulación anárquica de casas o taperas construidas sin medios, casi por azar e identificadas sólo en el temor común al aluvión.
Aventura dramática de gentes sin empleo, guarida de malandras, hogar maternal de enfermedades, el Barrio se iría revelando al Víctor, con el tiempo, en su rotunda realidad de árido feudo donde las estaciones se conocen por sus calamidades.
En aquel temprano contacto, el niño sólo pudo percibir la brasa del sol. Del viento que corría, únicamente sintió el fuego. Pasaron muchas polvaredas hasta que vino a comprender el grito desgarrador de los techos, aullido del viento que dice a las paredes de su endeble resistencia al terremoto.
Nunca supo por qué los adobes de su casa fueron apilados en el rincón oeste del campito que los niños ocupaban con sus juegos.
A veces, en el tiempo perdido de la cola para el aguatero, trataba de traer a la memoria los rasgos de quienes ayudaron a su madre a medio levantar eso que designaba con el nombre de “mi casa”. Pero la impaciencia sorda del reptil sediento que formaban niños, mujeres y viejos con sus tachitos de lata o recipientes de plástico, irritados por la repetición diaria de pagar el agua en cuentagotas, le impedía rescatar las imágenes desgastadas por el tiempo.
Siempre guardó un secreto rencor a los ignotos constructores de su casa. A pesar que, hacia aquél entonces, no habría podido definir el origen de tales sentimientos.
El Víctor era una suma indescifrable de silencios. Infante soñador acorralado en sus temores, creció incapaz de ganarse un lugar en la camaradería agreste y vocinglera de los niños del Barrio. Su esmirriada armazón envuelta en una piel apergaminada y terrosa y esos ojos negros de mirar sin fondo, desmesuradamente grandes, convertíanlo en una criatura de edad indefinible. Débil congénito, era producto sedimentario de diarreas estivales y del hambre. En su mansedumbre resignada, parecía insinuarse el secular sometimiento de unas gentes que asistieron, una vez, a la destrucción de sus dioses y la abolición de su memoria.
Los niños aporreaban, sin cansancio, la pelota de trapo en el campito. A fuerza de gritos y carreras impedían que el frío les clavara sus garras de hielo. Muchas veces el Víctor intentó sumarse a uno u otro bando, pero fueron inútiles sus esfuerzos para impedir que lo tildaran de “pata dura”.
Le gritaron cien veces “¡dale! ¿qué hacés? ¡pasala!”. Después, optaron por echarlo de la cancha y, desde entonces, siguió el juego con sus grandes ojos sin mirada, sentado a la puerta de su casa.
“Si pudiera comprar una pelota grande como fútbol de verdad”, pensó, “¡seguro que me dejarían jugar con ellos!”. Y la idea comenzó a merodear sus siestas al sol, echado de espaldas sobre las cañas embarradas del techo.
Era muy común descubrirlo conversando con sus ilusiones, trepado en esa especie de atalaya desde donde podía dominar el pedregal, más allá de las últimas casas del Barrio. El cielo azul y la formidable mole montañosa le traían sensaciones amables de lugares en que vivió muy poco y, por lo mismo, no le dejaron de recuerdo más que el verde. Fue la madre quien pintó sauces y pastos, agregó caballos y apacentó rebaños en sus relatos. Ella le puso nombres a los valles y al Víctor le sonaron las palabras con gusto a libertad y olor a risa plena.
Meditaba cómo hacerse con una pelota y le salían al cruce sus añejas visiones. Entonces, los ecos de tiempos y lugares felices le impedían pensar.
Un día decidió armarse de valor. Bajaría a conquistar la ciudad enarbolando su manita abierta de mendigo, pero no le alcanzó el coraje que a los demás chicos del Barrio les permitía acumular “clientas” donde recurrir por unas monedas, sobras de comida o alguna que otra ropita en desuso. Ni siquiera traspasó el canal que fijaba los límites del Barrio y se volvió, tan aturdido por sus remordimientos, que no pudo percatarse de la gresca que se iniciaba en el campito.
El Víctor se metió en su casa derrotado. Afuera disputaban la supremacía los niños que no ha mucho emigraron de la Medialuna, corridos con sus padres y familiares por las topadoras y cuadrillas de demolición. Ahora estaban aquí, en el Barrio. Era una batalla a pedradas e insultos, a perros y carreras, en que los más antiguos defendían su condición patricia y los advenedizos se empeñaban en hacer reconocer su presencia. Era un enfrentamiento de niños venidos de muchas partes, vómitos no planificados de la miseria para mayor escarnio de los atildados funcionarios de Asuntos
Sociales. Era una guerra de pequeños soldados de cuerpecitos enjutos y miradas vivaces que nacieron sin un pan bajo el brazo, pero que estaban acostumbrados a conquistar diariamente la esperanza.
Entonces fue que se acordó del pajarero del Mercado Central. Lo había conocido, tiempo atrás, una vez que acompañó a su madre hasta allí para retirar no se que cosas enviadas por algún pariente desde el pueblo. Si se llegaba hasta las vertientes del Challao y lograba trampear algunos jilgueros, ¡quizá un siete colores! quién sabe, el pajarero le pagaría lo suficiente para comprar una pelota.
Juntó palitos y alambre, consiguió prestadas unas herramientas e improvisó su taller en el techo. Había visto a los otros construir redes y trampas y no le constó demasiado armar la suya. Podía juzgársela de muy elemental pero
bastaba.
“Ahora”, se dijo satisfecho, “sólo me queda subir al cerro antes que nadie, más allá del Parque de Diversiones y del Santuario, y descubrir un buen lugar en las aguadas”.
Los jornaleros volvían con el cansancio a cuestas cuando el Víctor atravesó los límites imprecisos del Barrio rumbo al Challao. Era esa hora en que los cuzcos ladran roncos y los gallos empujan sus gallinas al rincón acogedor del cobertizo. La tarde se sostenía en las últimas lenguas de sol y las salientes del monte prolongaban su silueta oblicua en sombras gigantescas.
Con el ascenso, dejó de golpear a sus espaldas el rumor impenitente de la ciudad. Encorvado, la jaula cuidadosamente bajo el brazo, fue trepando peldaños de frío. Promesante cuyo objeto de fe se ubicaba más arriba del solar donde conviven el Espíritu Santo y el jolgorio, arrastró sus sandalias de plástico por senderos de guijarros y cactus en procura del Agua del León.
En siglos pasados, la ciudad abrevaba su sed en las vertientes del Challao. Ahora sólo pervivía un puñado de ojos de agua que rara vez se derraman en tímidos y efímeros arroyos. Quizás, hace tiempo, bajaron pumas al bebedero que hoy se disputaban los pequeños trampeadores de pájaros silvestres.
El Víctor llegó aterido de frío. El ejercicio de la marcha y su esperanza no habían logrado contrarrestar la garra del invierno. Su absurda vestimenta era más engaño a los sentidos que efectiva cubierta protectora. Llevaba un pantalón azul, ni corto ni largo, sujeto con una cuerda de cáñamo, que se le abultaba atrás formándole un culo giboso. ¡Para qué hablar de la camisa!, recopilación metódica de remiendos, raída en los extremos. El pullover, dádiva de alguna patrona de su madre, estaba apelmazado hasta la asfixia.
¡Qué le importaba el frío, si había llegado!. Era el dueño del bebedero. Mañana, quizá, encontraría a los otros por el camino de regreso cuando bajase con el producto de su caza, seguro de poder comprar, al fin, una fenomenal pelota de plástico.
Instaló la trampa. Probó el resorte de la puertecilla y sembró algunas migas de pan duro. Observó la ubicación de la jaula hasta quedar conforme y se asombró ante el milagro de la cristalización del agua. Después buscó entre las jarillas un sitio acogedor y se acurrucó a esperar.
La noche había caído. Sus ojos de mirar sin fondo desandaron el camino y se desorientaron por no acertar a cuál de los dos cielos dirigirse. Allá abajo, de norte a sur, la ciudad reptaba lenta en miríadas de luces cual imitación pedestre de la Vía Láctea. Él jamás había imaginado que la ciudad pudiese adquirir tal parecido con el cielo. Y, sin embargo, estaba allí con su reclamo
cálido y sereno. A lo mejor, una visión semejante arrancó a su madre del pueblito natal, ¿qué otra razón habría podido decidirla a emigrar?
El sueño se anunció en los sueños. La conciencia del niño se liberó del martirizante temblor de sus piernas agarrotadas y el verde inundó los mundos.
Todo fue una enorme cancha de césped.
El Víctor, centrocampista, regateaba imbatible a los contrarios y marcaba goles verdes. Vino el Pelusa y le pidió jugar en su equipo. “Tus pies, Víctor, parecen alas”. En verdad, él antes que correr volaba. Hasta los ladridos de los perros vivaron al campeón y el graderío de las tribunas se llenó con millones de loras verdes.
El jilguero árbitro pitó penal. Un frío mortal se apoderó del arquero y el Víctor verde, centrocampista pájaro, corrió siglos en cámara lenta. El chutazo reventó en bandadas que ya no pudieron volar ni convertirse en gol, multitud alada que fue paralizándose en su verdor, como antes viera el Víctor congelarse el agua.
Echó su manto la helada y se quedó a esperar.
Al amanecer, el sol trepó lamiendo las escarchas por el pedregal desierto. Después llegaron voces. Apareció la cara picada del Pelusa. Este y sus amigos encontraron una jaula en cuyo interior había un pájaro, un siete colores.
He visto jugar a los niños del Barrio con una pelota de plástico.
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