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La primera luz del alba lo encontró fuera de la choza, hecho un ovillo entre los perros, empapado por el último rocío, que se desplomaba silencioso sobre su torso desnudo, como lágrimas del monte.
Despertó con los lamidos del barbilla más viejo, sobresaltado, preso aún en la telaraña del sueño, los huesos llenos de humedad, la cabeza flotando en el remolino amarillo de la caña brasilera. Se irguió lentamente, tiritando y escudriñó entre lagañas el campamento. Descubrió a su lado, todavía dormida, la botella casi vacía, la chala a medio fumar, el fuego apagado, y comprendió que otra vez, el alcohol lo había vencido antes de llegar hasta la choza, donde un montón de trapos lo mantenían alejado de la muerte.
Encendió el cigarro, aspiró profundamente para que no se escapara nada de humo, empinó la botella estirando el último trago y terminó de levantarse con salto felino, de rara destreza, ajena a su cuerpo esmirriado, curtido por la intemperie y el frío.
La chalana esperaba en la boca del río, melena enterrada en el barro, panza rebozando de agua oscura, sobre la que flotaban latas vacías, espinas, plásticos y pedazos podridos de viejos pescados sin memoria. Mientras vaciaba la embarcación, como cada mañana, Martinidad se prometió destinar la próxima venta de pescado o carpincho a calafatear las tablas, que resistían ya sin fuerzas los embates del tiempo. Cuando estuvo seca, cargó en ella la pistola, el gancho, la bolsa de carnada para el espinel, las boyas, clavó los remos violentamente en dirección opuesta al viento y avanzó decidido. Al río pareció dolerle la puñalada, porque se sacudió como un perro mojado, haciendo tambalear la chalana.
El sol apareció desde lo alto, todavía timorato y tuerto.
Pedro Martinidad, pescador de tantos soles, reconoció enseguida su primera caricia y largó toda la fuerza hacia los brazos, para llegar al espinel antes que las pirañas.
Los remos subían, bajaban, chorreando sudor, goteando lágrimas.
Recién levantó la cabeza, después de las treinta y dos brazadas que lo separaban de aquel lugar del río donde lo había instalado. Contó las boyas amarillas hechas con envases vacíos de lavandina y una mueca de fastidio se le dibujó en el rostro. Faltaban las tres del medio y eso podría ser seña de un atasco de troncos, que significaba tedioso trabajo para desenredar y pérdida de materiales costosos.
Al llegar hasta la boya grande que marcaba una de las puntas, subió los remos y parado sobre la chalana, sosteniéndose en la madre del espinel, comenzó a levantar despacio, en brazadas largas, para ver qué secreto le escondían esta vez los anzuelos.
La mañana le regaló una brisa.
Lo sintió demasiado pesado, las boyas se habían hundido hasta desaparecer. Aquello podría ser indicio de una pieza grande, con la fuerza capaz de hacer aquel estrago. Recordó, no sin cierto rencor, al enorme surubí que hacía años se le había escapado después de una pelea de varias horas donde le jugaron en contra, el viento, la escasez de recursos y la borrachera. Desde ese día aciago en que dejara escapar su más grande trofeo, jamás salía a recorrer el espinel sin el gancho de varilla trenzada y la pistola. Comprobó con la mirada si estaban en el lugar de siempre bajo el asiento de tablas, tensó los brazos arqueando la espalda, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio y levantó con fuerza la piola. Desde el fondo, en un estruendo de aguas reventadas, emergió algo oscuro, enredado en la madeja de aparejos. Ante la primera visión, Martinidad se sorprendió, soltando la soga. Entonces todo volvió a hundirse, como si el río quisiera seguir siendo cómplice de sus propios secretos. La chalana se bamboleó, insegura y sola, haciéndole trastabillar.
Decidió soltar el ancla para trabajar mejor, el corazón le latió más fuerte, la ansiedad le apareció de pronto tatuada en una gran arruga sobre las cejas. Ahora despacio, conocedor del río y sus misterios, levantó la cuerda hasta ver otra vez las boyas volviendo de entre las olas revueltas. Esta vez estaba atento, la mantuvo en alto, lo más que le permitieron los brazos, y quedó de pronto petrificado ante la imagen que resurgía del agua. Era el cuerpo de un hombre atrapado en el espinel, envuelto en aquella maraña de anzuelos, que se habían convertido en una trampa mortal. No podía verle el rostro pues flotaba de espaldas, vuelto hacia el fondo del río.
Martinidad no se inmutó. Ató la gruesa cuerda a la punta de su chalana para no permitir que se volviera a hundir y el cadáver salió a flote, sobreviviendo a la correntada. Lo miró profundamente para ver si podía reconocerlo mientras intentaba encender la chala. El hombre llevaba puestos, botas militares, pantalón verde de lona gruesa y camisa camuflada del ejército, igual a la que hacía años le había regalado su compadre Angel, el Sargento. Se sentó sobre el asiento de tablas, aspiró profundamente para sentir la primera bocanada de humo llenándole los pulmones y aunque lo intentó crudamente, con desesperación, no encontró en su memoria a nadie que le hubiera visto portar aquella indumentaria. Descubrió que el desgaste en el taco de una de las botas era igual al que produce en las suyas, una mal curada quebradura de la pierna izquierda. Pensó que podría ser algún montaraz de aguas arriba, a quien sorprendió el río o al que quizás mataron en algún ajuste de cuentas, tirándolo después para que los peces fueran sicarios de su olvido. Examinó cuidadosamente la camisa del muerto. Bien abajo del cuello, justo en medio de la espalda, le encontró un grosero remiendo hecho a nylon de pescar, con puntada sin rumbo y costura de matambre. Observó que en los puños faltaban los botones y que al pantalón le habían agregado otro bolsillo, como él mismo diseñara en el suyo para guardar las balas en días de cacería.
El coletazo de un dorado cazando contra la corriente, lo sacó de sus cavilaciones. La sangre volvió a correr sin prisa por las venas y la gran arruga sobre las cejas, desapareció de pronto, sin dejar rastros. Tomó con las manos huesudas el gancho de varilla trenzada que desde hacía años esperaba manso el momento sublime de robarle el gran surubí a las entrañas del río, y giró despacio el pesado cuerpo, dulcemente, como cuando se llama a un amigo.
El sol agonizaba sobre el monte y serían ya cerca de las seis. Los oficiales de la guardia costera divisaron a lo lejos, la chalana que se mecía, varada en medio del río. Aceleraron el motor de la lancha y arribaron lentamente, hasta tocarla. Fue cuando vieron al hombre muerto, de cara al viento, atrapado en las garras del último espinel.
El Sargento se sacó la gorra, la puso sobre el pecho y susurró casi para él mismo.
- Pobre Martinidad, al final se lo llevó el río.

Texto agregado el 23-08-2007, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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