Ingresó al establo, hurgando entre las herramientas que se acodaban junto a un alto de paja. Tomó con su mano nerviosa un chuzo y se marchó raudo hacia la estancia. Cruzó los pastizales entre manzanos y perales de larga edad, deteniéndose junto a la puerta principal.
En ese lugar su vista apuntó al este, haciendo una seña con su brazo izquierdo. En seguida forzó la puerta palanqueándola con el chuzo. Al abrirla caminó por el pasillo principal atravesando un mar de puertas que daban a dormitorios, cocina, baños y otras dependencias de la vieja estancia. Al final del corredor una gran escalera lo esperaba para llevarlo rumbo a su infranqueable destino. Hizo fuerzas y subió decidido, desapareciendo en medio de un angustiante silencio.
Al llegar al segundo piso se encontró con una sala y un enorme espejo. Se puso entonces la máscara de cuero negro y cuernos dorados, contemplando su reflejo ajeno. Entonces aparecieron seis hombres idénticos a él a su espalda. Entró en pánico y se volteó. Los sujetos lo miraban tácitamente, como sabiendo lo que ocurriría. Ascanio se dirigió rápidamente hacia el cuarto del fondo, cerró bruscamente la puerta y puso el cerrojo. Tomó una bella fotografía de un amanecer que se encontraba en una pared y la rompió con una ira y una angustia propia de un enajenado. Se arrodilló entonces y miró por la ventana de madera que nacía a un metro del suelo y se encontraba abierta de par en par. El viento soplaba desde afuera y las cortinas flameaban enloquecidas. Ascanio rompió en llanto y tomó fuertemente el chuzo que aún llevaba consigo. Apuntó a la ventana y lo lanzó con un movimiento vehemente.
Desde abajo se escuchó un lamento desolador. El hombre se levantó temeroso y miró con recelo hacia el pastizal. En el lugar estaba arrojado su propio cuerpo con la misma máscara que llevaba. A su alrededor un charco creciente bañaba todo de un rojo intenso. La angustia cesó.
Ascanio se devolvió a la puerta, quitó el cerrojo y abrió lentamente. Ya no había nadie, los hombres habían desaparecido. Cruzó la sala, bajó la escalera y se dirigió hacia el este entre los largos pastizales. El miedo se alejó resguardándose entre las paredes de la vieja estancia. El hombre, libre ahora, se internó en un bosque de altísimos robles, que ocultaban cualquier rastro de luz, convirtiendo el día en noche. En la oscuridad se deshizo de la máscara y una sonrisa invadió su cara de niño.
Al dejar atrás los árboles, el cielo se abrió y Ascanio comenzó a escalar el monte rocoso que se erigía ante él. Una vez alcanzada la cima se empeño en gritar a los cuatro vientos una y otra vez: ¡Thanatos, Thanatos! Hasta que finalmente de en medio de los arbustos apareció una silueta que se transformó en un ser de reducidas proporciones con una máscara de cuero negro y cuernos dorados. Se acercó a un expectante Ascanio y le susurró suavemente al oído: “Es la hora” con lo que echó a reír sarcásticamente. El hombre, aterrorizado huyó sin mirar atrás entre las piedras sueltas, bajando a saltos y cayendo reiteradas veces sin disminuir en ningún caso la velocidad.
“Al llegar a la base del cerro, consternado, me dirigí hacia el norte. Corrí sudoroso y agotado; sin pensar y con el corazón extremadamente agitado. Atravesé un prado enorme, pero al final de éste me encontré rodeado de un enorme muro de negros ladrillos. Me detuve y me arrojé sin fuerzas de espaldas al suelo. Mientras miraba el cielo llamó mi atención una luz que brotaba del muro. Me senté y miré fijamente aquel punto, a la vez que una ventana emergía desde la luminosidad. Entonces un llanto rompió la letargia del paraje”.
A continuación, aterrado vio aparecer desde las alturas un chuzo que caía hacía él. Sin poder reaccionar éste lo impactó atravesándole el tórax. Su cuerpo cayó hacia atrás por la fuerza del golpe. El silencio irrumpió apoderándose de todo el lugar. Era la hora.
|