El perro
Como ya lo he mencionado anteriormente vivo a 24 kilómetros de la capital, cerca de una playa de las tantas que Uruguay tiene. Esta playa está bañada por el río de la Plata y a ella voy todos los días que el clima me lo permite y mi propio tiempo también. Llevo a pasear a mis dos perras, tamaño mediano (Mandy y Zamir) siempre atadas hasta llegar al camino que conduce a la playa misma. Ahí las suelto y acostumbran a buscar un lugar entre la vegetación o dunas para hacer sus necesidades, si no las hicieron ya en el fondo de mi jardín. Pero por si acaso se olvidan de sus modales, cosa que trato de recordarles antes de ingresar a la arena, llevo también una carterita con papeles y bolsas de plástico para levantar cualquier suciedad que ellas hagan en la arena. En verano que la Intendencia colocó tachos de basura, tiro la bolsa sucia ahí dentro, y si no, en invierno que los quitan la llevo a casa y la tiro ahí. La playa tiene otros “adornos” de perros cuyos dueños no les interesa el medio ambiente o que van solos por ahí, como también otras suciedades. Pero como yo siempre recalco, cada cual es responsable de sus actos.
El camino que yo tomo desde mi casa es siempre el mismo. Salgo de ella y camino derecho tres y medias cuadras hasta llegar a una carretera que según la hora es bastante transitada, y de ahí una cuadra más que es el camino que lleva hasta la playa. Una vez en la en ella, giro hacia la izquierda hasta un punto determinado, y vuelvo a desandar el camino hasta volver a casa. Eso me toma unos 45 minutos de la salida hasta la vuelta. En la playa las perras se persiguen una a la otra y yo disfruto el caminar o escucho música por mis audífonos. Al tomar siempre la misma ruta, ya conozco a todos los perros sueltos, cuyos dueños irresponsables y desinteresados, les abren el portón para que no ensucien su propia casa, sino las de los vecinos, o rompan bolsas de basura que esperan ser llevados por los basureros, y que los perros esparcen por la calle. No son muchos los que están sueltos, pero los conozco, como también a aquellos que detrás de las rejas de sus propios jardines les ladran a mis perras acordándose de la familia de ellas, principalmente de su madre. Ni a ellas, ni a mí nos interesan esas alusiones personales y seguimos nuestro camino.
Un día, hace aproximadamente dos años llegué a mitad de camino entre mi casa y la playa, cuando de pronto viene corriendo de una calle a mi izquierda un perro bastante robusto aunque aún cachorro (debería tener aproximadamente 1 año) de la raza Fila que tenía puesto un collar, así que pertenecía a alguien. No se a quien, porque nunca antes había visto a ese perro. Y sin mediar palabra de mi parte y ladridos de mis perras, comienza a saltar y ladrar delante mío impidiéndome el paso. Yo lo quiero apartar pero no hay caso. Salta y ladra y no puedo pasar. Pienso; si lo quito a la fuerza, es capaz de seguirme y como no lo conozco no lo puedo atar, y si cruza la carretera puede ser pisado por un coche. Como veo que no se va a pesar de mis intentos también de correrme yo, y mis perras ya se están poniendo nerviosas y lo último que quiero es una pelea entre tres perros, veo que esa mañana no hay paseo, y me doy vuelta para regresar a casa. Doy unos pasos volviendo, y al ver eso, el perro se adelanta y se para como a unos 50 metros y comienza a husmear algo interesante para él ahí. Contenta al verme libre al fin, doy nuevamente vuelta para sí poder ir a la playa, pero apenas logré unos pocos metros, cuando todo el espectáculo comienza de nuevo. El perro volvió corriendo y saltando y ladrando delante de mí me impide el paso. Al fin me doy por vencida, doy vuelta y enfilo hacia mi casa. El perro no nos siguió, y nunca más desde entonces lo ví nuevamente ni solo, ni acompañado.
Porque alguien “arriba” no quiso que esa mañana fuera a la playa no lo se, ni lo sabré nunca, pero estoy segura que ese perro fue enviado para impedirme el paso por algo que quizás podía suceder en la playa que a la hora que voy casi siempre está solitaria, y lamentablemente locos hay por doquier.
|