Filippo el Virtuoso, descendía de una larga lista de filántropos, mecenas y gente que cultivaba el bien social, así como algunos cultivan el arte y el conocimiento y otros su riqueza.
Pero Filippo no era feliz. A pesar de todas sus acciones de desprendimiento, lo cual ya se transformaba en vicio; de su existencia dedicada casi por completo a los menesterosos y pese a vivir más para ellos que para si mismo, sabía que algo no estaba del todo bien, que la virtud en sí, materializada en los demás casi como un deporte, carecía de un verdadero esplendor, no para los demás sino para si mismo.
Todos los suyos enarbolaban una sonrisa beatífica que no era sino el reflejo del estado de sus almas. Almas conformista para él, lo que también se traslucía en ese rictus benévolo que lucían los santos de la iglesia y en la sonrisita casi sobradora del Papa, cuando se dirigía a la multitud desde el balcón del Vaticano. Algo no estaba bien, de eso estaba seguro y era ese algo desconocido lo que lo acongojaba. Él no tenía madera de santo, de eso sí estaba seguro, dar, para él, era tratar de encontrar la respuesta a sus inquietudes. Y sin embargo, mientras más entregaba y más se esmeraba en atender a la gente mísera, más caía en ese pozo que imaginaba sin fondo o que, por lo menos, lo enviaría de cabeza al temido infierno.
El común de la gente, consideraba a Filippo como un ser iluminado, acaso un ángel, un ser que no calzaba en los parámetros acotados de lo normal. Algunos, realmente veían en él a una santidad, cuya entidad espiritual opacaba al resto por la misma luminosidad de sus acciones.
Pero quiso la fortuna que las ingentes preguntas de Filippo encontraran por fin un atisbo de respuesta. Un vehículo desbocado, que corría en aquellos momentos impulsado por la ceguera envanecedora de un mozuelo, arrolló sin miramientos al bueno de Filippo y éste quedó tendido en medio de la calle, moribundo y con la conciencia ida. La gente se arremolinó alrededor del herido con ese ánimo voyerista que nos embarga a casi todos cuando se huele el espectáculo de la muerte.
Pero Filippo, que ya en la plenitud de sus facultades era un tipo traslúcido, etéreo y por lo mismo, muy quitado de bulla, allí, en la frontera exacta en donde se comienzan a revertir los procesos orgánicos, recobrando acaso su memoria nadaísta, su cuerpo parecía estar construido de una gelatina liviana y casi ingrávida. Esto, porque su alma, esa entidad jabonosa, de la cual se supone que tiene un hipotético peso, ahora alzaba el vuelo por sobre los circunstantes, cual si fuese una pieza de finísimo tul...
(Continúa)
|