Me levanté con el sol porque quería aprovechar cada minuto de nuestro viaje a las montañas, al pueblo que me vio nacer. Visitaba la casa paterna, la vieja casa que me vio salir un cuarto de siglo atrás. Desde entonces no había regresado.
Había soñado mucho con hacer ese viaje en compañía de mi familia, mi esposa y mis hijos que ya tenían diez y ocho años de edad.
Habíamos llegado al filo de la medianoche. En la estación del ferro esperaba mi anciano padre para llevarnos en carro de mulas hasta la casa, porque era el único medio para llegar.
En el trayecto, mientras la locomotora avanzaba a gran velocidad jalando media docena de carros, compartía con mi familia una vez más los recuerdos de mi infancia. Les contaba las mismas historias que ya habían escuchado una docena de veces.
Les hablaba de la casa, de los bosques que la rodeaban, de las caminatas y mis juegos entre gigantescos pinos. De la huerta que cultivaba mi padre, en donde comíamos manzanas, naranjas y limas hasta no poder más. Les describía el río de aguas frías y cristalinas que corría desde lo alto de las montañas, en donde nos bañábamos apenas salíamos de la escuela.
Mientras la cansada mula nos llevaba me llevé la primera sorpresa, porque el carro no corría dando tumbos entre hoyancos por camino de tierra como era en mi infancia, sino por camino asfaltado. Qué bueno está esto, le dije a mi padre, el pueblo va progresando, pero en lugar de verlo contento me pareció ver en su rostro algo de tristeza. Cosas del viejo, pensé, siempre fue enemigo de la modernidad.
Cuando llegamos a casa encontré la segunda sorpresa, en lugar de la veladora a la que estaba acostumbrado, mi padre encendió un bombillo eléctrico. Pero vaya, esto es fabuloso, dije al viejo. Con el cansancio del viaje nos fuimos a la cama.
Por más temprano que me había levantado, mi padre lo hizo antes, tanto que ya tenía el desayuno dispuesto en la mesa. Pero cuando me disponía a beber de nuevo la leche fresca extraída de la vaca bonachona minutos antes, descubrí sobre la mesa un tetra pack de leche industrializada. Los huevos no me supieron igual a los que comí en la infancia. Cosas de la edad, pensé. Apresuramos el desayuno para salir a pasear por los alrededores, para disfrutar en vivo con todo lo maravilloso que tanto había descrito a mi familia.
Con la luz del sol mi alegría se desvaneció. En lugar de los frondosos bosques, rodeaban la casa cerros desérticos, apenas uno que otro famélico pino se alcanzaba a mirar.
¿Qué pasó? Pregunté asombrado. Mi padre me contó la historia. La compañía papelera llegó con muchas promesas, daría trabajo a los hombres del pueblo, construiría caminos, nos daría electricidad. Lo que no dijo fue que por los caminos sacaría grandes cantidades de madera, que la electricidad movería las sierras que derribarían cientos de árboles y que el trabajo se acabaría apenas se terminara el bosque.
La compañía papelera se fue en poco años y dejó al pueblo sin sus bosques, con un suelo infértil por la contaminación de las aguas del río, el río ahora era una nata estancada y pestilente, La huerta de mi padre dejó de producir, las vacas morian cuando se les sacaba a pastar, la gente del pueblo enfermaba. La mayoría de los lugareños prefirieron emigrar.
Después de mirar mi pueblo no pude contener las lágrimas.



(Dulce Tammara)