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BIKINIS.

Hace unos años P.W. me confesó que disfrutaba caminar conmigo por la calle después de la lluvia –tienes la manía de cruzar los charcos pasando sobre ellos en vez de bordearlos- decía, mientras se colgaba de mi brazo -siempre te salpicas los zapatos y hasta los pantalones- murmuraba refunfuñando divertida.

Yo sonreía sintiendo una especie de triunfo intangible que distinguía borrosamente dentro de mi cabeza y que –en ese entonces- no comprendía a ciencia cierta; era una de esas metáforas que no se crean en la fábrica personal, sino que llegan un día volando y se anidan solas dentro del alma, que existen detrás de las piernas en el escenario de la conciencia listas para salir a escena en un acto futuro y deslumbrar al público interno que vive en la profundidad del espíritu.

Desde que P.W. me contó su confesión he seguido cruzando cada charco que encuentro por encima, sin muchos miramientos, con la valentía de un rompehielos ruso, como marino de barba blanca, con la vista siempre en la proa solo desatendida por unos instantes para mirar la estela líquida que provocan mis pisadas en la popa de mis zapatos. Incluso hoy que soy un ente urbano, con zapatos urbanos y con la piel blanca sin sol, sigo cumpliendo con mi deber antiguo, camino por una de las avenidas más grandes de la ciudad atravesando las lagunas transparentes que deja la lluvia, el cielo está lleno de nubes azuladas que se desgajan como pinceladas de acuarela húmeda con justificada razón pues llueve a cántaros, y he tenido que guarecerme en una cafetería que encuentro al paso, un local de esos que nacieron con la mejor intención de existir como una idea minimalista europea y que se degeneraron en un café agringado con atendedores de uniforme y gorra.

Dentro, desde la ventana se puede contemplar el paisaje citadino: la banqueta comercial, los anuncios multicolores, la velocidad de los autos cruzando, el pavimento gris que acentúa su color al estar mojado, y el nivel del agua que crece poco a poco venciendo el trabajo de la coladera que está justo debajo de la puerta; llueve tanto que una pequeña laguna se ha formado enfrente del café y comienza a dificultar el paso a los peatones de gabardina y paraguas; de pronto, después de un semáforo rojo y un trago de té, un bus cruza encima del lago y crea por un instante una ola artificial tan bien construida que avanza con su cresta, rebasa el borde de la banqueta y viene a estrellarse a los pies del café justo como hacen las olas en la playa; después del autobús cruza un auto, un camión, un microbús y otro auto, uno detrás de otro, continuos, por media hora ofrecen el baile rítmico de las olas cuando entregan su cargamento de espuma en las playas de cualquier sitio del mundo, es sorprendente que las mismas curvas que dibujan los últimos bordes de la masa de agua al morir en la arena, se reproduzcan fieles en un paisaje tan urbano y alejado de la naturaleza.

Absorto en esa magia y en el melancólico interior que siempre produce una tarde lluviosa, no me percate que en la puerta del café poco a poco se ha ido formando un grupo de gente con rostros enfadados y actitudes apresuradas mirando la entrada… el pequeño mar que se creó allí seguramente mojará sus zapatos de alfombra y concreto al salir; y en ésta realidad urbana y descolorida pocos son los que recuerdan como nadar, pocos recuerdan que el mar está hecho para el disfrute de la vida, pocos enfrentarán la playa en traje de baño...

Mi cara dibuja un gesto rectangular, confrontar la realidad gris-asfalto de éstas personas de carne y hueso con los colores brillantes de una idea: las pequeñas olas ensalzando la omnipresencia de la naturaleza es un asunto angustioso, dolorosamente urbano, he decidido escaparme de esa fila gris y larga, salir del café agringado y continuar mi camino cruzando cada uno de los charcos que encuentre enfrente, he apresurado los dos últimos sorbos a mi taza de té y justo cuando estoy por levantarme y salir he mirado de nuevo hacia fuera…

Como la escena principal de una película surrealista se acercan cinco mujeres, cinco musas, cinco chicas sonrientes como sandías, todas vestidas con uniforme de colegio privado, ninguna de ellas llega a los veinte años, vienen en parvada… volando, tomadas de los brazos y caminando en línea por la banqueta, riendo y jugando, ajenas a la ciudad de mirar severo y a la lluvia copiosa; cuando descubren el pequeño pedazo de playa lo atacan saltando sobre las olas como lo harían si estuvieran en el cenit del mediodía en la mejor playa caribeña bañadas de sol y humedad. Sus cuerpos están empapados de agua, brincan en grupo, y cruzan los charcos de agua con una naturalidad envidiable, sus caderas y sus muslos se mueven rítmicamente como si bailaran una danza sensual pero impregnadas de la frescura que sólo puede producir una alegría honesta; están tan comprometidas con divertirse que poco les importa el agua que cae, o la traicionera tela blanca de sus uniformes que se vuelve transparente bajo la lluvia insistente.

La del extremo jala a su compañera mientras ésta se niega a saltar sobre una ola fugaz, la chica del centro peina con sus dedos su mojada cabellera negra mientras inclina su cabeza a la derecha y mira un horizonte imaginario donde se pierde el mar con el cielo, y hace suspirar a veinte sirenas, su amiga cercana abraza a la primera con su cuerpo, con la ternura de la amistad pura, cinco mujeres primitivas, cinco chicas hechiceras pidiendo a Tlaloc la lluvia para las cosechas de éste año, cinco féminas con la alegría roja desbordada en un paisaje azul grisáceo y citadino… Poco a poco el agua posee a cada una de ellas, las inunda, las humedece de alegría y exhibe de paso su ropa interior; no llevan sujetadores rojos y transparentes, ni sensuales lencerías, ni perversas prendas de encaje negro, ni siquiera llevan brassieres de algodón blanco; en cambio, visten sujetadores con flores estampadas, como los bikinis, como la ropa alegre, prendas de playa, con flores abiertas amarillas, azules, y rojas, con vida rebosante…

Cuando las cinco chicas deciden irse, cruzan el lago chapoteando y mojándose mientras se alejan, dentro del café la gente enfadada las observa severamente, con el ceño fruncido, como si todos hubieran acordado la misma gesticulación. Entre éstas miradas y las chicas de bikini se forma una pregunta flotante que se evapora en el mar…

¿ te atreves ?

"si" es mi respuesta, mientras atravieso la puerta y cruzo el charco con el pie firme y el zapato decidido, dispuesto a zambullirme en el mar…



M.



¿comentarios? errevez618@hotmail.com

Texto agregado el 21-08-2007, y leído por 1608 visitantes. (0 votos)


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