El corazón del poeta jamás le pertenece, lo brinda siempre. Por eso lo lleva expuesto a la menor provocación, Mientras toma un café en la terraza central, mientras duerme despierto justo antes de que el autobús le deje en su destino.
Tiene necesidad de entregarlo, de volcarlo en cualquiera que le acepte con genuino deseo: a una mujer próxima o a un hombre de lejos; al mar o a la nube; a un almendro de jóvenes ramas o al que ha quedado seco; a la tierra que es génesis lo mismo que sepulcro, al abismo o al aire.
Por eso se le da tan fácil enamorarse. Por eso se le da tan fácil el dolor y la palabra, porque el poeta forma parte del paisaje. A placer es una roca, un cometa, luego ballena milenaria, luego flor.
Y los demás, los hombres cotidianos, le juzgan severamente, le reprochan la ligereza de sus pies, su infidelidad con las musas, su diálogo íntimo con las estrellas.
Hay tanto por lo que incriminar a un poeta, principalmente porque son el confort para los desvalidos. Una vena de algún río de nombre desconocido en el que beber.
Sí, a diferencia de otros, el corazón del poeta va expuesto siempre, no le esconde del resto de los hombres, no le hurta de miradas ajenas porque sabe que su corazón no es suyo sino de la vida.
Por eso la vida le asiste diariamente a contemplar, agradecida de su existencia ¿y por qué no decirlo? un poco enamorada de aquellos ojos -que sin pretensiones- se guardan serenamente bajo dos párpados azules.
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