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"Una vez
mi pobre madre,
al salir de noche
a ordeñar una vaca,
fue mordida en una pierna
por una serpiente
por la influencia
del Tiempo Supremo".

Srimad-Bagavatam, canto I, cap. 6, texto 9.



La primera vez que mi madre fue herida por un toro que la persiguió en el potrero, creí que se trataba de una bendición de Dios para darme la oportunidad de quererla más y atenderla con diligente amor.
Llegó a casa arrastrándose. Una larga estela de sangre iba dejando a su paso. En el lado izquierdo de su espalda había sido la cornada. Mostraba una honda laceración, y la piel y los músculos le flotaban allí como un pedazo de tela. Su respiración tenía un cansancio mortal. Corrió mucho más de lo que le daban sus fuerzas. Los pómulos estaban color violeta pardo, y las venas de ambos lados del rostro le brotaban rojizas, como si quisieran explotar.
Lejísimo estaba la ciudad. Lejísimo el médico. Concluí en que no debía llevarla a ningún lado, pues no valdría la pena. La distancia la mataría. Me decidí a curar la desgarradura, y lo único que encontré fue la aguja de coser sacos, larga y puntiaguda. Le puse hilo y procedí a coser. Después llamaría a las viejas del campo, que saben mucho de remedios.
Ella quería gritar cuando sentía los pinchazos, pero la carrera, el esfuerzo hecho y la sangre perdida le habían quitado las fuerzas. No sé cómo, pero la costura resultó perfecta. Cubrí la herida con hojas de plátano y empleé algunas medicinas caseras para detener la hemorragia, tal como me indicara mi abuela hacía muchos años. Un fuerte instinto de conservación, que creí fuera obra de Dios, me guió las manos, lo mismo que una extraordinaria y misteriosa fuerza espiritual me hizo recordar gráficamente y de viva voz los consejos oídos antaño.
Convencido de que era el espíritu de Dios, pensaba que el Señor comprendía los hechos bondadosos de mi madre. Que sabía de sus largos viajes buscando algo de comer o beber para mí o para algún desconocido que, enfermo, se refugiara en nuestra casita o para algún niño hambriento que hallara en el camino. Del desgaste progresivo de su cuerpo, trabajando para retardar la muerte de mi padre, que duró tantos años en agonía, con ese llanto nocturno que mi madre sufría casi más que él.
Dios sabe, me dije, del afán de ella por llevar comida a los trabajadores que laboran sin descanso en medio del cañaveral caliente. Imaginaba al Altísimo viendo a mi madre quedarse muchas veces sin comer por dar socorro a algún necesitado.
Por mi cabeza no había cruzado nunca la sospecha de que el Omnisapiente ignorara aquello. Tan perfecto lo concebía. Tan justo. Más que por la escuela, la iglesia o las palabras de mis padres, conocí a Dios a través de los actos de mi madre.
Pero la segunda vez que ella fue agredida por un toro, aunque la herida no fue tan terrible como la primera, una sombra de duda me ocupó la razón. Traté de olvidarla. Luché duro conmigo mismo. La olvidé. Después, cuando ella pasó varios años llorando todas las mañanas por el dolor de las dos heridas, otra vez la ponzoña de la duda me clavó el pensamiento, evadí todo razonamiento. Seguí exculpando al Omnipotente. No dejé desmoronar mi fe.
Pero se me enfermó el alma. Arrepentido maldije todas mis dudas. A mí mismo. Cerré los ojos y me aferré a Él. Mi cuerpo iba carcomiéndose. Tarde me di cuenta de que también mí alma se podría. De que mi mente era un territorio baldío, árido, un desierto perenne y sin límites posibles. Y ahora, la gente cree que me he desmayado cuando mira mi cuerpo descolorido y postrado.
Tendrá hambre, pensarán. Pero no. No saben que ese temblor de mis músculos y huesos, ese caerse de mis ojos, esa respiración apretada, es mi agonía. Siento que se me seca el espíritu, que mi alma desfallece, el mundo se oscurece y no veo el cielo que me acoja.
Me sofoca un calor interior, siento que mi cuerpo es todo fuego que me hiere y me calcina, y no sé si estoy o voy hacia el infierno, porque aquí, ante el cadáver de mi madre, agredida y tiroteada por el dueño del potrero, me niego a encontrarle sentido a este "Conformidad, hijo: obra de Dios", que me dice el cura párroco.

Texto agregado el 19-08-2007, y leído por 721 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
11-12-2009 Simplemente majestuoso, no hay mas que decir !!! ***** morgenster
22-03-2009 acabo de leer un texto cargado de humanidad, siempre me he sentido peculiarmente atraído (aunque no por morbosidad) por esta confrontación interna que tú describes, esta inconformidad por el aparente absurdo de la muerte (y de la vida) que según algunos obedece a alguna extraña lógica que muchos no entenderemos quizàs nunca, ni mucho menos quienes tratan de explicarla con un: "Conformidad, hijo: obra de Dios" un saludo! gomez81
21-01-2009 Alguien dijo: cuanto más cerca de los hombres más lejos de Dios. Es decir, no podemos entender a Dios absolutamente, pensando que está hecho a nuestra semejanza, una especie de super hombre. Los hombres nos negamos a aceptar las reglas de la existencia aquí en nuestro mundo, que no son las reglas de los hombres. Luego sufrimos por esta inmensa negación. Pero esta composición está escrita con la tinta del dolor por la muerte de una madre! y el mundo todo se sacude y hasta Dios, cuando muere una madre amada. Válido y bien plasmado tu cuestionamiento. marea-rioplatense
27-08-2008 Uno de los pocos relatos que me hacen pensar seriamente en la capacidad que tenemos para saciarnos en nuestra propia sabiduria. Muy buen escrito. adameva_y_katariz
19-03-2008 uff! esto es durìsimo aùn para alguien tan ateo como yo, me imagino cuan fuerte ha de golpear en la mente de los creyentes. Mis felicitaciones. el-parricida-huerfano
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