“El vuelo de Juan”
Juan abrió sus ojos con lentitud, parecía como si sus parpados pesados y perezosos se negaran a despertar. La vista nublada apenas conseguia dar forma coherente a los objetos inertes que formaban parte de la habitacion. El sueño lentamente y en silencio abandonaba a Juan, con la contundente promesa de volver.
Juan espero que el despertar le otorgara la bondad de su consuelo, como aquellas veces en que lo había rescatado de angustiosas pesadillas, y que su cuerpo ya no se encontrara tan cansado. Pero toda espera fue vana, sus parpados habían abandonado ya la resistencia y el sueño se había desvanecido en el aire como un suspiro en el viento, dejando su mente clara como el agua virgen de un manantial secreto, y sin embargo su cuerpo aun seguía cansado, dormido.
A través de la ventana Juan pudo ver como el sol cobijaba todas las cosas con sus vastos brazos de luz, en penoso contraste con las sombras que opacaban su existencia dentro de la habitacion, y sintió que su corazón se marchitaba un poco más. Afuera, una brisa acaricio las hojas de un árbol y una de ellas decidió soltar la mano de la rama que la había sujetado desde siempre, para acompañar a la hija del viento en su vuelo incierto. Por un instante fue bailarina, y danzo maravillosamente con sutil gracia en el cielo, luego su efímero momento de gloria encontró el abrupto final y con melancólica resignación cayo rendida en la tierra húmeda, a los pies del árbol que la vio nacer, que la vio marchar y que ahora también debía verla morir.
No obstante la brisa siguió su marcha impiadosa sin siquiera despedirse, descubriendo un nuevo destino a cada nuevo paso. Trepó por las paredes de la casa y encontró una ventana abierta, se introdujo sin pedir permiso en la habitacion de Juan y acaricio su pálido rostro, vacio de expresión, “¿donde has nacido?”, le susurro el joven al oído, la brisa desapareció en un instante fugaz, llevándose consigo las palabras y sin dejar respuestas, quedo entonces en el ambiente un triste espectro de soledad.
Los minutos se desprendieron implacablemente uno a uno de las cansadas agujas del reloj, dejando tras de si un sendero de horas vacías, inmortalizadas en el tiempo y en la nada, sin ninguna oportunidad de revancha. Juan miro una vez más a través de su ventana, el sol continuaba erguido en lo más alto del cielo, brillando con ímpetu, como una escarapela de fuego. De pronto vio a un pequeño gorrión interrumpir su vuelo y posarse en la rama mas delgada de un árbol, el mismo árbol que había visto a su hojita mas intrépida alejarse de el persiguiendo una ilusión, detrás de la promesa muda de una brisa cualquiera, para luego morir en el regazo de su sombra.
El pajarito permaneció allí tan solo un momento y luego se echo a volar nuevamente. “¿Adonde ira?”, se pregunto Juan. La intriga consumió su ser y súbitamente se convirtió en necesidad.
Juan abandono las especulaciones que la intuición derramaba sobre sus pensamientos en forma de precoces respuestas, y sin dudarlo decidió acompañar al gorrión en su vuelo.
Juan nunca antes en su vida había volado, ni siquiera lo había intentado, y ahora estaba allí, sorprendido, tan lejos del suelo y tan cerca de las nubes. Al principio sintió miedo, un miedo casi siniestro que le provocaba escalofríos, pero ya no había vuelta atrás, ahora estaba a merced de la voluntad de un pequeño pájaro. El miedo intento penetrar mas allá de la piel, pero sus intentos resultaron estériles y asumiendo la derrota, con noble sumisión abandono sus perversas intenciones.
Despojado del miedo, Juan se sintió fuerte. Sintió una extraña sensación que nacía en sus entrañas y se esparcía por toda su humanidad, era una sensación que jamás había experimentado antes, era una fuerza que crecía sin encontrar mas fronteras que las impuestas por la anatomía del cuerpo humano, una energía que ardía en el vientre, en las venas, que golpeaba fuerte en el pecho, que pedía a gritos abandonar el cautiverio, escapar de su prisión de músculos y huesos. Entonces Juan adivino que aquella energía era incontenible, y la dejo fluir en un solo grito, un alarido eufórico que se prolongo más allá del aire que lo sustentaba, un grito capaz de desgarrar mil gargantas.
Juan sintió luego un alivio placentero, sentía ahora su alma más liviana. El gorrión volaba sin rumbo, porque no hay caminos que seguir en el cielo eterno, y Juan lo disfrutaba. Por momentos el pajarito se lanzaba en picada, atravesando los enormes espacios vacíos a gran velocidad y el vértigo se hacia carne en el cuerpo del muchacho, sentía un agudo cosquilleo en las entrañas, en las piernas y en los brazos, sentía nauseas, luego le provocaba la risa y mas tarde ganas de llorar.
Juan se sintió libre. Intento explicarse con palabras a si mismo lo que estaba sintiendo, pero entonces todas las palabras que conocía le fueron indiferentes y le negaron su sabiduría, las palabras se tornaron entonces tan vulgares, tan vacías, no fueron otra cosa mas que inútiles símbolos carentes de significado. Aquella sensación de libertad solo hallaba su definición en el corazón, en la piel y en el alma misma. Aquella sensación de libertad parecia tan infinita como el propio cielo, pero la verdad sentenciaba que solo duraría tanto como durase aquel breve retazo de tiempo que durase el vuelo.
Aquella maravillosa experiencia acabaría por desaparecer cuando el cansancio o un mero capricho obligaran al pajarito a detenerse y posarse quizás, sobre la rama más delgada de un árbol.
Juan y el gorrión volaron juntos durante largas horas, volaron sobre los tejados de las casitas más humildes del barrio y se atrevieron a ir más allá y surcar el cielo de la gran ciudad.
Sobrevolaron hermosos jardines, tapizados con flores de encendidos colores y delicados perfumes, volaron sobre las chimeneas grises de la ciudad y volaron también sobre una plaza, donde Juan vio a los niños jugar y a los adolescentes prometerse amor.
Juan y el gorrión volaron juntos durante largas horas, horas preciosas que quedarían inmortalizadas en el tiempo y en la memoria del muchacho, en algún lugar entre los recuerdos más gratos de su corta vida.
Volaron juntos todo el día y el atardecer los sorprendió encaramados a la rama mas alta de un sauce, que se erguía tembloroso a orillas de un rió. Juan contemplo la agonía del sol reflejarse en las aguas serenas, y deseo que aquella imagen tan hermosa llenase para siempre sus pupilas. Se sintió feliz, y comprendió que lo era por primera vez, al menos jamás había sentido una felicidad tan pura, tan completa, una felicidad que llenaba cada rincón de su ser, desterrando cualquier dolor, cualquier maldad, cualquier sentimientos oscuro.
Juan comprendió que el día llegaba a su fin y que pronto el gorrión volaría en búsqueda de un refugio y que esta vez el no lo acompañaría en su vuelo.
Juan comprendió que la noche se asomaría en el horizonte, se treparía por los campos y las ciudades hasta llegar al cielo y que la oscuridad acabaría por devorar los últimos vestigios del día. Entonces la tristeza se asomo en su corazón y se deslizo por su mejilla, en forma de lágrima.
Juan sabía que pronto su madre vendría a cerrar la ventana de su habitacion y a desearle buenas noches. El entonces le diría que nunca supo lo que sentían todos al caminar, pero que ahora sabía lo que nadie, sabia lo que se sentía al volar, que ahora sabía lo que nadie, sabía lo que era la libertad de un mundo con miles de horizontes y sin ninguna frontera. Juan sabía que como todas las noches, el sueño acudiría en silencio, fiel a su implacable promesa, para cerrarle los ojos una vez más.
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