Cierro los ojos. Me concentro. Los vuelvo a abrir. Respiro hondo. La suave brisa marina entra por mi ventana revolviéndome el cabello. Las paredes se llenan de las sombras callejeras que se funden con el más rojo atardecer… Una melodiosa canción se pierde tras el arranque de motor de un viejo, aunque a la vez, majestuoso Mercedes.
En la calle de atrás, un par de niños corren desesperados en busca de refugio ante la inesperada tormenta. Las carreteras se encharcan y entorpecen el paso a los peatones y conductores. Y el viento, tenaz, amenaza con helar a más de un valiente aventurero que se ha cansado de esperar tras las cortinas. El mar, enfurecido, viene y va, recordando la feroz sinfonía de la tempestad. Desde la ventana puedo vislumbrar la pequeña vela de un barquito salpicado por los tenues destellos del crepúsculo, que se deja arrastrar por el salvaje oleaje. Y me imagino al valiente capitán que se adentra en la mar, pese a toda racionalidad, luchando contra el temporal. Puede que sólo a pescar, puede que a fantasear con el recuerdo de alguna historia de piratas, con un tesoro olvidado, con la soledad del océano…Entonces fijo la mirada en el edificio de enfrente, y otra vez allí, como cada día, se encuentra el nido. La cría, impaciente, siente deseos de echar a volar, y escapar, esconderse del viento, de las gotas de agua que caen indefinidamente…mas no hay lugar en un cielo tormentoso para una cría que acaba de salir del cascarón, e impotente, tiene que esperar a su madre, que, ¿quién sabe si volverá? No me importaría ayudarla, pero, yo tampoco puedo volar... Vuelve a pasar… el hombre del gabán marrón y el paraguas negro. No sé cuantos años tendrá, seguramente no he hablado ni jamás hablaré con él, pero, aquí estoy, desde la habitación, observándole…se aleja caminando y hace que me encuentre con una pareja, desprotegidos de la lluvia, ¡qué más dará!... caminan de la mano hasta perderse en la lejanía. Y una vez más, la calle desierta, ya me han vuelto a abandonar…Creo que fácilmente puedo conocer cada rincón de la silenciosa calle, del barrio; cada pintada, cada paso de cebra, cada balcón, también el olor…ese olor a humedad, el perfume salado del mar…Cada reflejo de luz en la farola, cada vuelo de los pájaros, cada esquina, cada piedra…



El repiqueteo de la lluvia en los cristales me entretiene. Me sumerjo en un vívido sueño en el que las agujas de un grandioso reloj de agua golpean mi cabeza una y otra vez provocándome intensos ataques de pánico. Siento que caigo. Que me desvanezco ante la presión de las horas que pasan, sin remedio. Tanto que hacer y tan poco tiempo…De repente el sonido del móvil turba mi sueño. Apenas una llamada perdida. Suficiente. Me doy cuenta de que tengo la piel de gallina, y tiemblo. Me apresuro a cerrar la ventana. Una ráfaga de viento ha mojado el papel de mi mesa. Vacío. Por suerte… ¿O no?
Vuelvo a dejar un folio en blanco sobre la mesa. Y me siento. Cierro los ojos. Me concentro. Los vuelvo a abrir. Respiro hondo…