OJOS

La calle relucía soleada bajo la mirada del verano. El césped ardía, prendiendo de vida los bancos del parque. Involuntariamente mis piernas me arrastraron, querían pasear y disfrutar de la alegría. El cielo brillaba y los niños le devolvían su sonrisa al sol. El viento soplaba cálido, silbando melodías bucólicas y embriagando el alma de esperanzas. El día era generoso en caricias y tierno en deseos. Pero de repente... él estaba allí. Sus ojos estaban allí.
Las tinieblas descansaban sobre sus hombros y el día rehuía su presencia. Él era la noche bajo el sol. Sus ojos de topacio me buscaban, me olían. No dejaba de mirarme. Me moví y me siguió. Su cuello robaba mis movimientos, sin amenazarme, indiferente. Sólo su mirada, sólo me seguía. Primero fui despacio, después corrí. Tras de mi siempre sus ojos, acosándome con sigilo, contando mis pasos, calculando mis respiraciones, oliendo mis latidos, siempre tras de mi. Quería asfixiarme, lentamente, como una presa agonizante. Atenazaba mi intimidad, el aire, necesitaba aire. ¡Tenía que recuperar la libertad!
Ahora, por fin en el juzgado. Mis manos están teñidas de rojo. Se que iré a la cárcel y se que no tengo ninguna posibilidad. ¿Pero por qué?
¿Por qué? Cómo explicarle al juez que él me miraba, ¡Él me estaba mirando! Sin dejarme, miraba, observaba. ¡Sí! Forzándome. Sus gafas, su bastón, su lengua, sus pantalones, sus dedos. Grito, no para, quiere, hunde, ¡Penetra!, no, ¡más!, no, ¡Ah!, ¡¡Ahhh!!, ¡¡¡¡AAAhhh!!!!, yo, sucia...
Y cómo explicárselo al juez, cuando él, sí él, no sólo me miró. ¡Me violó!
Cómo jurarle que él, mi violador, era ciego.

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