Ya empezaba a oscurecer, el pueblo se escondía en las cabañas viejas mientras el viento aún levantaba sutilmente la tierra, el sol como todos en esa aldea se empezaba a esconder y la noche, la trémula noche que suele jamás temer nacía desconfiada y tenue. El campanero parecería ser el único que no buscaba resguardo, seguía contando impaciente los minutos y junto a sus campanas esperaba el majestoso momento de las seis tonadas. Cincuenta y nueve y... las seis melodías iguales pero únicas, monótonas pero admirables, el campanero en un esfuerzo sobrehumano hacia retumbar las dos enormes campanas de bronce mientras su rostro reflejaba encanto.
En las calles retumbaba el sonido y el viento dejaba de levantar polvo, el ambiente hedía a temor o mas bien a costumbre, y de nuevo desde la esquina se diviso la oscura figura, el hombre del manto negro caminaba lenta, muy lentamente y tras su capuz, los ojos fijos en el andar, ojos que sin ver o tal vez viendo dirigían la procesión. Detrás otros cuatro monjes vestidos con un fúnebre manto blanco, adornados con un largo bastón en la mano derecha, y con la misma mirada fija en la muerte, cuatro mensajeros de injusticia, cuatro mensajeros que pregonaban a toda voz la palabra de Dios “Pater Noster, qui es in coelis: sanctificetur nomen tuum...”.
Mas atrás, entre cadenas y grillos, harapiento, torturado, cargando a sus espaldas dos maderos gigantes y coronado con espinas, venia el hereje, ya casi no podía andar y su boca seca reflejaba cansancio, la sangre bañaba el rostro amable del condenado, el cuerpo salvajemente fatigado no cedía aunque el dolor era absurdo y sus ojos desprendían lagrimas de sangre, lagrimas que dolían infinitamente. A su lado venían dos fornidos guardianes forrados de acero, cada uno ostentaba un mazo en sus manos y el signo de Dios en el casco, caminaban con la mirada al frente, siempre adelante pero sin perder de vista al terrible criminal.
Atrás los nuevos sacerdotes del monasterio organizados en cinco filas de seis caminaban satisfechos, el capuz tapaba sus rostros, pero sus almas se dejaban ver turbias, el paso era lento pero firme, cada joven clérigo llevaba en la mano derecha dos raquíticos maderos cruzados y al final de la procesión otro clérigo blanco pregonando “Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris”.
Se acercaban peligrosamente a la plaza central y el pueblo temeroso aún se asomaba silenciosamente por las ventanas, el hereje yacía casi desmayado en el piso mientras los dos guardias preparaban los maderos de la hoguera, en el centro uno grande y fuerte que ostentaba dos cuerdas gruesas en cada uno de sus extremos y alrededor leña delgada y seca que era muy fácil de encender. De pronto el clérigo de negro se retiro el capuz y fijo su mirada en los ojos al moribundo criminal, se acerco a su oído y pronuncio algo, el reo miro al cielo y sonrío, el presbítero se levanto y con una seña ordeno a los guardias que amarraran al hereje al tronco central.
Los guardias tomaron al hombre de los brazos y lo amarraron firmemente al madero central, las lagrimas tiñeron su rostro y de nuevo una mirada al cielo, su boca se movió menudamente y miro al horizonte, dispuesto a morir, casi no podía contener las lagrimas y sin embargo amo a sus verdugos, miro humilde, y sonrío.
Ya era tarde en la noche, pero el ambiente estaba iluminado por las antorchas, la luna se asomaba incrédula y el olor a muerte se hacia insoportable, el pueblo respiraba insomnio y la tierra ya hace mucho había dejado de latir y las antorchas brillaban casi sin querer. El campanero que no había retirado su vista de la escena lloraba desconsoladamente, lloraba con esas lagrimas que duelen porque son sinceras, veía como ese hereje que había sido maestro, ese hereje que le enseño a amar, ese reo que supo enseñar la humildad, ese maldito que alguna vez se dijo hijo de Dios, hoy, por segunda vez era latigado. El campanero se moría con su maestro, se moría en vida, y mientras yacía brotaba un nuevo ateo, el dolor de un Dios inclemente, hizo que otro hijo mas lo odiara.
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