Las palabras amenazantes hacen temblar el espíritu, doblegan al debilucho y crean el desconcierto. La paz, esa paloma alegórica, tantas veces violada y pisoteada, pareciera rezagarse en su nido de cenizas. El clamor de un discurso encendido aviva las almas sin norte y siembra la inquietud entre los que aspiran a vivir sólo con lo suyo.
Pero el eco de un grito belicista no trasciende al retumbar de los truenos, ni es capaz de sobrevivir al viento, la lluvia lo apaga con su arrullo y hasta el cantar entusiasta de las aves lo torna en un rumor sin sentido.
Aún así, si ese grito insiste en hacerse oír, entonces la naturaleza se rebela, apela a sus recursos más cruentos, se despereza con enojo, sacude su espina dorsal y entonces es inevitable no escucharla entre los ayes de dolor y la desesperación. Y luego, cuando el polvo de la ira aún no se aposenta, el que gritaba con energía, avivando mezquinas reivindicaciones, siente que su voz, ahora se quiebra en un sollozo.
La naturaleza es sabia, a pesar de todo, injusta con los inocentes que sólo aspiran a su pan y a su tierra. Mas, son sus recursos y su facultad cuando la soberbia se aposenta en algunas almas ciegas y vociferantes…
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