Doña Hortensia. Narrativa.
Se anuncia la primavera y junto con el renacer del los brotes, recobro energía, cómo oso, después de su letargo de invierno. Definitivamente la primavera es la estación que mas espero. Aunque en él lugar que habito sólo puedo disfrutar de ella ya avanzado el mes de Octubre. Hasta entonces, el invierno se resiste. Y con su último aliento, nos impone varios días más de frío, lluvias, vientos, privándonos así de disfrutar soles cargados de calor y por consecuencia, cualquier actividad en espacios libres.
A pesar de eso, todo el conjunto de la sociedad, interactúa convencido de que la primavera esta totalmente instalada.
Prueba de ello, son las vidrieras afanosamente preparadas para atraer
a los consumidores, desplegando un amplio surtido de prendas apropiadas para temperaturas más elevadas y marcando con su colorido las tendencias de la moda.
Debo admitir, que sin ser gran consumidora, siento debilidad por detenerme ante ellas y observarlas detenidamente.
Así fue, cómo atrajeron mi atención, un par de zapatos de tacón, color rojo, que se lucían provocadores en uno de los escaparates. Quedé absorta observándolos, acariciándolos con la mirada. De pronto, las imágenes, comenzaron a desprenderse unas tras otras desde un rincón de mi memoria, cargadas de nostalgias.
Y llegó nítido, el recuerdo de doña Hortensia, una española, que era
dueña del almacén del barrio, dónde pasé mi niñez.
Llevaba en este país, mas años que en su patria natal, y aún así conservaba muy arraigadas las costumbres de sus antepasados.
Solía ocultar sus cabellos bajo un pañuelo del mismo tono que toda su vestimenta, negro funesto, poniendo de manifiesto permanentemente la pérdida de algún familiar. Y por encima de su clásico batón, llevaba un delantal, confeccionado por ella misma, con la tela de los sacos de harina, cubriendo así pechera y falda y manteniendo la pulcritud de sus ropas.
Muy austera en su forma de vivir, entregada al trabajo y en constante plan de ahorro. Palabras y sonrisas, formaban parte de su economía.
El almacén de doña Hortensia, era el lugar apropiado para satisfacer las demandas de consumo de los habitantes del barrio, sin tener que recurrir al centro de la ciudad. Cosa totalmente engorrosa por esos tiempos, ya que no se disponía de automóviles particulares y para cubrir la distancia sólo se contaba con un micro que pasaba cada media hora (con suerte) y tardaba en hacer el recorrido, mínimo, otra hora más.
Resultado, si había en lo de Doña Hortensia, se compraba ahí.
¡Y qué no había!!! Desde lo más imprescindible, cómo el pan o la leche, hasta lo más increíble. ¡Y si, calzado, también!
Además, se contaba con la ventaja de que la almacenera, contribuía al
ahorro de las familias humildes del barrio.
“Buenos días, Doña hortensia, dice mi abuela, que por favor le anote unos duraznos en almíbar”
“Vale niña, dile a tu abuela que le mando un kilo de manzanas, que he recibido hoy, que son mas baratas y tan sabrosas cómo los duraznos”
“Voy a llevar, 50 centavos en caramelos masticables”
“Ala, con 25 es suficiente, guarda otros 25 para mañana, que tanto dulce daña los dientes.”
Y así fue cómo me quedé con las ganas de unos zapatos que estaban a la venta en el almacén. Había de distintos modelos y colores, pero a mi me gustaban unos rojos, tipo mocasines, de suela de cuero.
Deseaba tanto renovar el clásico Guillermina, negro, de goma y cuero. Los famosos “Gomicuer”, gastaba veredas en rayuelas y más rayuelas, juegos de pelotas, carreras, saltos con la soga y mas de un chapoteo en los charcos, después de la lluvia, y nada, ellos inalterables. Un trapo húmedo, betún y cómo nuevos otra vez.
Y en cuanto el crecimiento del pié pedía cambio, aparecía otro flamante par de “Gomicuer”, cuando no lo heredaba de las primas mayores, claro está.
Si mal no recuerdo, creo que fue el día que cumplía yo diez años, mi abuela, a modo de regalo, me mandó al almacén a comprar un par de zapatos. Fui feliz, con la idea fija en los zapatos rojos, me paré frente a la estantería de calzados y cuando se acercó la almacenera, le señalé la caja, que tenia escrito, “color rojo, Nº 30” y le dije muy segura de mi misma, “quiero probarme esos zapatos, mi abuela me autorizó”.
Doña Hortensia, sin mediar palabra, estiró la mano y bajó la caja que decía
“Nº 30, color negro” y antes de que yo pudiera decirle “se equivocó de caja”. Me dijo: “anda, pruébate estos, te van a durar mucho más, los otros son muy caros para el bolsillo de tu abuela, no la pongas en gastos innecesarios”. Gran cachetada a mi autoestima y adiós zapatos de mis sueños.
Creo que a partir de ese momento se insertó en mí la idea, de que había ciertas cosas, que por más que me gustaran, las deseara y estuviera en condiciones de adquirirlas, no eran apropiadas para mí. Autocensuré mis gustos y me regí por una conducta conservadora.
El espíritu monopolizador de Doña Hortensia me acompaño por varios años sin darme cuenta.
Pero esta primavera, número cincuenta en mi vida, el oso despertó con ánimo renovador y desafiante.
Llegué a casa, con la sensación de haberme despojado de una etapa de deseos truncados y cargando una bolsa con membrete de zapatería. Descubrí mi reciente adquisición, ante los ojos perplejos de mi hija, que exclamó “¡Má, zapatos rojos! Con gestos de reprobación en su mirada.
Me calcé los zapatos, caminé emulando el paso de las modelos en la pasarela y le respondí: “Hija, Doña Hortensia, se murió”, dejándola aún más perpleja.
Sin esperar que entienda y sin dar explicación, di rienda suelta a la alegría que emanaba de mi alma, con el mismo ímpetu que los brotes en los árboles y comencé a cantar con placer... “De chiquilín, te miraba de afuera, cómo esas cosas que nunca se alcanzan”…
.Moag
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