FUEGOS FATUOS
Todas las tardes, cuando salía de la Escuela Normal de Magisterio, Lina iba a la clase de Música. Necesitaba esas lecciones complementarias porque las clases en la Normal no eran suficientes para lo que el programa exigía. A Lina le gustaba la música, pero no tanto el camino que debía recorrer hasta llegar a casa del profesor y su esposa, dos personas muy agradables, pero que vivían en una linda casita en los alrededores de la ciudad, pero eso sí, muy cerca del cementerio. La joven, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, tenía que caminar por una estrecha senda junto a las tapias del camposanto. A la ida no le importaba, pero a la vuelta, cuando la oscuridad sólo se rompía por la débil luz de una farola…ya no era lo mismo.
Lina sabía que aquellas lucecitas azules que corrían sobre la tapia no eran fantasmas, ni almas en pena, ni minúsculos extraterrestres que la perseguían. La verdad para ella era mucho más terrorífica: sabía que eran fuegos fatuos, fuegos de San Telmo, como los denominaba la gente, esas llamitas azules que brillan sobre los mástiles de los barcos, el azul eléctrico que desprendía el pescado sobre la mesa con la luz apagada…fósforo, materia en descomposición al fin y al cabo, carne corrompida de los que allí descansaban.
Lo sabía. Su mente racional se lo dictaba, pero no su corazón. Éste órgano rebelde le decía que alguien la esperaba, que la miraba desde las tapias no más altas que una persona, y que las lucecitas que fluctuaban eran los ojos de los muertos que
la veían pasar haciéndose la valiente. Podría haber tomado otro camino, pero eso era peor, pues el bosque circundante era un refugio de sabe Dios que animales de dos o de cuatro patas pululaban en su oscuridad para atacarla.
Las alternativas a elegir eran muy claras, o los vivos o los muertos. Eligió los últimos, aun a sabiendas de que su corazón latiría descontroladamente.
Ni a sus padres ni al profesor les dijo nunca lo que sufría su ánimo todas las tardes. El orgullo no se lo permitía, más que nada por que no se rieran de ella. Sin embargo, aquella noche fue la peor, la definitiva. No volvió a pasar por las tapias del cementerio. Ni por ninguna parte más.
Nadie encontró jamás ni su cuerpo ni la menor huella de Lina. Simplemente desapareció.
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