Sus ojos brillaron de tal forma, que en cada una de sus pupilas parecía bailotear una especie de fuego sagrado, algo que no era de este mundo...
El mendigo me miró con esos ojos tan implorantes, con una expresión que sólo se puede encontrar en esos magníficos retratos de Durero, lo que me produjo una tremenda conmoción interna, tanto así que yo, que soy un manirroto por naturaleza, me desprendí de cien pesos y se los entregué en su mano sucia. Sus palabras fueron tan humildes y con un acento en que se mezclaba el agradecimiento absoluto y la pena más profunda, que luego de avanzar unos cuantos pasos, imanado por una fuerza invisible que apelaba a mi corazón y a mi benevolencia, me devolví, saqué quinientos pesos que atesoraba en mi bolsillo y se los extendí con delicadeza. Sus ojos brillaron de tal forma, que en cada una de sus pupilas parecía bailotear una especie de fuego sagrado, algo que no era de este mundo, algo que me hizo meter la mano dentro de mi billetera para extraer un billete de mil -que digo- de cinco mil pesos, los cuales alisé para entregárselos a ese buen hombre. Ya me alejaba yo de aquel menesteroso con mi corazón rebosante de dicha, inflamado por un sentimiento de plenitud propia del que ha hecho una buena obra, cuando reparé en su rostro apacible y me imaginé que agradecía a Dios por haberme puesto en su camino. Conmovido hasta los huesos por tal demostración de gozo, desanduve lo caminado y embargado por una emoción limpia, sana, inocente, saqué la billetera de mi bolsillo y se la pasé con todo su contenido. El pobre hombre comenzó a sollozar y a reír, alternadamente. Pensé que habría enloquecido, arrasada su alma por la multitud de emociones a la que había sido expuesta. Saqué mi pañuelo y se lo ofrecí para que secara sus sinceras lágrimas. Me miró con esos ojos luminosos, anegados por esa lluvia de su espíritu y se sonó ruidosamente. Le dije que le había entregado todo el dinero que tenía, que ya no quedaba más. Entonces, el hombre buscó algo entre sus raídas vestimentas; era un celular. Marcó un número con gran agilidad de dedos y al rato dijo: -Señora Laura, listo su encargo. Yo me quedé de una pieza. ¿A quien le hablaba? Ante mi mirada atónita, el tipo cambió su expresión por otra más distinta, más formal, más de todos los días. Me explicó que era el abogado de la señora Laura Rodríguez, a la sazón, mi esposa, de la cual estaba separado un par de meses. Me dijo que la representaba por la demanda de alimentos que me había interpuesto y que , como ella bien sabía que eso podía demorarse un poco y como me conocía tan bien y sabía que yo era un candil de la calle y oscuridad en la casa, había planificado esta escena para que yo desembolsara el monto equivalente. Con la cola entre las piernas y a punto de abofetear al leguleyo por tan sucia estratagema, le propuse un trato.
Ahora, me instalo en algunas estratégicas esquinas, me acomodo, y recurro a mis mejores expresiones para sorprender a los incautos, quienes me llenan los bolsillos con su dinero caritativo, tanto así que puedo darles una buena mesada a mis hijos, cubro con creces la pensión alimenticia y de paso pago la mensualidad por el curso de actuación que me imparte el abogado, quien también es un consagrado actor de teatro…
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