Esa tarde era distinta. Recordaba el ambiente menos denso, parecía normal pero su espíritu premonitorio temía algo, todo estaba demasiado quieto, demasiado tranquilo. Sospechosamente tranquilo, un sopor estresante. Se miró las manos, se tocó la cara y los pies. Nada. ¿Qué es tan extraño?
Y de pronto la luz. No era luz de día, eso era seguro, la luz de día era rojiza, parda, acuosa, densa. Esta luz era demasiado intensa, demasiado blanca. Los ojos le dolían, sintió una vorágine de espasmos involuntarios, su cuerpo magullándose, deformándose, dejó de respirar...
Miró a un lado y al otro... “Debo estar muerta“ pensó resignada. ¡Es niña! gritó la partera... Y entonces respiró. Se vió en los brazos de una mujer a la que nunca había visto pero poseía un aura familiar, como estar en casa. Se miraron fijamente, su primera complicidad. Escuchó su voz: “Bienvenida mi cielo“. Y cerrando los ojos enormes, se quedó dormida.
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