El cuarto se quedó a oscuras y a tientas, Josefa, deslizó su mano derecha sobre la cómoda en busca de la ‘jumiadora’. No estaba segura de si tenía gas, pero más importante que eso, era encontrarla. Casi seguido, el piso proyectó el ruido metálico de una colisión contra el y élla confirmó su torpeza. Posiblemente, la lámpara estaría muy al borde y solamente la intención de agarrarla la derribó. Faltaba sólo saber si la cabeza no se había separado del cuerpo con el impacto y el líquido, en caso de que lo tuviera, permanecía en su barriga. Para comprobarlo, bastaba con abrir bien las fosas nasales y hacer uso de un sentido que en las mujeres está muy bien desarrollado.
La negatividad que arrojó su olfateo y el apoyo que aún sostenía su cuerpo inclinado, le permitió un descenso de su brazo izquierdo hasta el piso. Cuando dos de sus dedos tocaron el suelo y sin dejar de concentrar, casi la totalidad del peso de su anatomía en la otra mano, su siniestra adoptó la forma de cuchara o más bien, de rastrillo invertido. El primer movimiento fue de arriba a abajo o si se quiere, de norte a sur, aunque en la oscuridad se hacía difícil ése tipo de orientación, pero el trazado fue tan largo como lo permitió el centro de apoyo que estaba cercano al medio de la mesa. Un segundo zarpazo, sí sé aceptase como válida la premisa anterior, fue de este a oeste o dicho de un modo geométrico, el mismo, completó un sistema imaginario de ejes.
Sí inútiles fueron los tanteos anteriores, peor resultado arrojó un barrido circular dentro del área ya delimitada. Más que un cansancio en sus huesos, lo infructuoso del esfuerzo, hizo que Josefa se dejara caer de espaldas sobre la cama al tiempo que un pensamiento conformista la llenó de resignación: “ya volverá la luz y sino, mañana tendremos un sol radiante”. Poco duró el relajamiento que comenzaba a experimentar, porque de repente, un golpe seco y bien controlado vino de la ventana posterior del aposento. De inmediato, se apoderó de su mente el conocimiento del alto índice de robos en los últimos meses en el vecindario. No pudo disponer del sosiego que genera la seguridad en que lo que se vive no es real, porque el ruido fue seguido por otro, característico del roce de un cuerpo contra un seto.
Luego, tuvo la sensación de que dos pies entraban en contacto con el linóleo. Quiso gritar, llamar, pero ¿ a quién y a esa hora?. Mejor sería insistir en la idea de que su temor habría creado todo. Sin embargo, ese miedo, que ciertamente lo tenía, no llegó solo. Nació con un golpe seco en el ventanal trasero de la habitación y había sido seguido por un deslizamiento sobre la pared, que fue rematado por el aplomo de dos piernas sobre el piso. Para élla estaba siendo muy cruel la batalla que se libraba en su cerebro y que la realidad empujaba hacia el lado que élla hubiera preferido dejar a lo imaginativo. Entonces, se oyó un paso y un lacerante crujir de los sólidos maderos que servían de sostén al entablado.
Hubo un silencio de dimensión elástica y la mujer de mediana edad se dejó llevar por esa autosugestión que, a veces, anula o tanto distorsiona lo tangible. Descartó por arriesgada, la voluntad de abrir los ojos y escrutar la oscuridad. Presumía que era peor descubrir la sombra que correspondía a la persona que su sistema sensorial registraba, ante que ceñirse a que todo era una ilusión. Pero, un segundo, tercer y cuarto paso, no sólo le pusieron el ladrón al frente y añadieron tensión en su ánimo; más aún: tumbaron lo poco que le quedaba de pragmática.
Ya, llegado éste extremo, se habían reducido al mínimo sus opciones. Entonces, comenzó a prepararse para la agresión. Cada porción de su piel estaba lista para recibir un pinchazo, un halón, un apretón o en el menos peor de los casos, un roce. Increíblemente, en lo ínfimo de ése instante, su vida desfiló cronológicamente: ‘la mala suerte suya de haber perdido sus padres cuando niña, la rigidez que la soledad impregnó en su conducta, su negación frente a las pretenciones de los hombres, los años valiéndose por sí misma en el más aislado de los cuartos de una casa que pudo haber sido propia y sobre todo, el dolor de que por todo lo anterior, ahora estaba sola’.
Sin embargo, lo concreto estaba allí a la orilla de la cama y en una actitud que para élla era un enigma. Podía percibir su respiración, oler su transpiración, captar sus dimensiones, pero no aclarar, el preciso objetivo que se escondía en su intención. De pronto, su misma indefensión engendró un plan: Sin darle más vueltas, saltó del lecho y abordó la imagen del intruso: “¿Señor, --- le inquirió--- qué va usted a hacer conmigo?. --- y Yo qué sé, doña, --- sin el menor apuro respondió la silueta---porque tal vez, soy producto de su alucinación”.---
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