Estaban en pleno cierre de Balance, y era casi medianoche, el jefe de contabilidad se desplazaba impaciente entre los contiguos y estrechos escritorios de la oficina mientras los contadores se concentraban en sus papeles, evitando mirarlo a la cara, sabían de memoria que su rostro inexpresivo jamás les indicaría su estado de ánimo. Sólo lo vieron entrar a su oficina y perderse tras la puerta para regresar al cabo de un rato y anunciar:
– ¡Listo, el balance está terminado!– el anuncio hizo sonreír a más de uno, algunos soltaron un suspiro de alivio mientras que otros se estiraron tratando de relajar la espalda. La jornada había sido larga y extenuante.
- ¡Debemos celebrarlo!, ¡incluyo a Maldonado! –sugirió Jorge, un hombre de cuarenta años, de rostro prematuramente ajado que tenía fama de bebedor y fumaba como un condenado. Todos apoyaron la propuesta. Estaban seguros que Maldonado no aceptaría, lo invitaban por costumbre, era algo automático.
Manuel Maldonado era carácter débil, sin atributo alguno que lo destacase. Bordeaba los cuarenta años y lucía siempre un terno oscuro pasado de moda, brilloso por el uso y el planchado diario. Antiguos lentes de carey con gruesos cristales. Su aspecto físico concordaba con la personalidad tímida y parca que mostraba, siempre temerosa por algo. Deseaba notarse lo menos posible y se sumergía en sus tareas. No participaba en ninguna actividad social de la oficina. Su mirada le otorgaba un aire receloso pues no miraba de frente, y casi siempre mantenía la vista gacha ya fuere sobre sus múltiples papeles del escritorio o cuando caminaba. Su meticulosidad no era sinónimo de calma sino más bien de un estado agitado, contradictorio, disimulado por su buen desempeño y la observancia de un riguroso método; aunque él sabía que esta zozobra pugnaba por emerger de alguna forma.
Trabajaba casi doce horas y luego volvía a casa para cuidar de su anciana madre, enferma desde hace varios años. No salía, la acompañaba hasta que se dormía. Después se iba a su dormitorio. Madrugaba para ser el primero en llegar a la oficina. El hogar y la oficina eran su limitado e insípido mundo, cercado por infranqueables murallones y fosos.
En esta ocasión, Maldonado se sintió acorralado, no sabía qué hacer. Por un lado, estaba tentado y deseoso de ir con sus compañeros; y, por otro, se sentía culpable por dejar sola a su madre, aunque en la mañana ya le había encargado a una vecina que alojara con ella. Al pensarlo bien, ésta era la primera noche en que tenía completa franquía para salir de parranda.
No supo de dónde ni cómo sacó una voz potente para que sus compañeros lo escucharan bien, en medio de aquella creciente algarabía, y les dijo:
-Está bien amigos, yo me sumo a ustedes e iré a celebrar.
El centro nocturno tenía bastantes mujeres, cariñosas y entusiastas, siempre y cuando se consumiera bastante. Entraron a una amplia sala con sillones muy cómodos y una mesa para cuatro sillones. Las luces se prendían y apagaban tenuemente. Una vez que las pupilas se adaptaban, se podía observar el rostro de las acompañantes en las mesas y el desnudo cuerpo de las bailarinas que se contorneaban sensualmente sobre una tarima.
A cada mesa se acercaron dos acompañantes. Pronto, dependiendo del consumo, llamaban a otras, o bien se retiraban aduciendo una burda excusa, yendo en busca de otros clientes más derrochadores.
- Manuel, esta amiga vino exclusivamente por ti, desea que te inicies con ella, pues le conté que eras una exclusiva - comentó Jorge con sorna.
A estas alturas, Manuel estaba vacilante, tenía enfrente a una joven, no mayor de veintisiete años, que en ese momento le pareció atractiva y audaz. Permitió que se le sentara en las rodillas y le susurrase que le convidara un licor, a la vez que le acariciaba el lóbulo de la oreja y lo besaba en el cuello. Maquinalmente acostumbrado a recibir instrucciones, Manuel ordenó lo solicitado y una bebida sin alcohol para él.
- ¿Cómo te llamas? ¿Quieres que me quede contigo? No seas tímido y relájate, déjamelo todo a mí; tu amigo te lo garantizó, y él sabe de qué está hablando- le habló suavemente la acompañante.
- Me llamo Manuel y me gustaría estar contigo, aunque te aburrirás conmigo ya que no tengo ninguna experiencia- confesó cándidamente.
- Ya pues mi amor, no diga tonteriítas. Al revés de lo que piensas, es rico tener a alguien sin malos hábitos para enseñarle bien cómo se hace el amor a una mujer- susurró, besándolo.
- ¿Cómo te llamas tú?- replicó Manuel, sin hacer referencia a lo que le proponía.
-Me llamo Ivonne. ¿Me convidas otro vaso para que conversemos tranquilos y nos mimemos un rato? Después podemos ir al salón del lado ¿Qué te parece?- le insinuó seductoramente
Ninguno de sus nuevos camaradas estaba cerca para preguntarles sobre cómo actuar. Ante la duda, decidió no gastar más.
-Creo que no podré seguir comprándote licor Ivonne, es muy caro. Ya no tengo más dinero- dijo con un ceño entre preocupado y compungido.
- Pero mi niño amoroso, a nosotros la administración nos exige que el cliente y su acompañante consuman cada cierto tiempo. Aunque quisiera quedarme contigo más tiempo, que sí lo deseo, no puedo hacerlo si no se ordenan más tragos; se sale con el cliente, o se pasa a la sala privada - le aclaró la mujer tratando de ser lo más suave y provocativa posible.
- Me encantaría hacerlo pero no puedo- contrarrestó más decidido, con un dejo de fastidio.
- ¿Por qué no te consigues plata con tus amigos para estar tranquilos fuera del local? Si no quieres salir nos quedamos en la sala privada. Por ser principiante puedes pedirme que hagamos lo que tú quieras, cualquier fantasía tuya, sin limitación alguna. Basta con que me la digas- insistió majaderamente Ivonne.
Al escuchar las poco tentadoras y calculadoras palabras de Ivonne su entusiasmo inicial se frenó por completo. Ya no le gustó como antes y la observó atento, con frialdad analítica. Vio a una mujer con exceso de maquillaje, que lucía un vestido barato con un escote demasiado rebajado, de mal corte y arrugado. Asimismo, notó que sus sonrisas, caricias, ademanes y palabras eran rituales que seguían al pie de la letra todas las acompañantes del local.
Ante el notorio cambio de actitud y la inquisidora mirada de Manuel, la mujer captó de inmediato el desaire sufrido, y de forma automática se le marcó en el rostro una agria mueca. Breves instantes después, se levantó del cómodo sillón, dándole a la pasada un desabrido beso en la mejilla, y se fue aduciendo que iba al baño. No volvió a la mesa.
Cuando quedó solo, Manuel escuchó por sobre los decibles de la música la voz de Samuel, a quien ubicaba desde hace años pero nunca había conversado con él, indicándole que se dirigieran al mesón del bar para conversar un rato. Samuel, contador auditor, era un hombre de carácter tranquilo, que no se caracterizaba por frecuentar este tipo de centros pero también quiso ir a celebrar como todos. Tenía unos cincuenta y siete años, de estatura mediana, musculoso, pelo cano y rostro redondo. Su nariz era corta, redondeada en la punta, y algo prominente, sin ser llamativa, la que sumada a su rostro algo sanguíneo le confería un aire bonachón.
- ¿Qué te pasa Manuel? Desde el fondo del salón noté que tenías una expresión rara, como desconcertada y aturrullada. ¿Tuviste algún problema?- le preguntó. Recuerda que te advirtieron que ellas son bastante astutas y, buscan dinero por sobre todo. No vacilan en hacerle cualquier jugarreta al cliente.
- Me siento fuera de lugar, sobrepasado, no encajo para nada en este ambiente. No veo para qué vine, estoy haciendo el ridículo- respondió molesto por la situación.
- Si te parece, podemos alejarnos, depende de ti nada más. Yo te facilitaré las cosas, porque sé muy bien cómo te sientes ahora. Tengo el auto cerca de aquí, espérame- le indicó Samuel, más como una orden que una pregunta
- Me parece bien- confiaba en Samuel.
Salieron del local sin despedirse de nadie y subieron al auto de Samuel hasta un barrio residencial, con altos y lujosos edificios. El departamento de destino era un elegante edificio de quince pisos. Luego pulsar el botón del timbre, abrió la puerta una madura, pero aún atractiva, mujer. Al verlos, besó de forma afectuosa a Samuel.
- ¡Qué gusto de verte, estuviste desaparecido durante mucho tiempo! ¿Cómo has estado? - le preguntó cariñosamente Marta. Todo allí era refinado e invitaba a la placidez. Éste era el único momento de la noche en que Manuel se sintió relajado.
- Te presentaré a una niña joven, bastante culta y que tiene una sensibilidad especial para estos casos, que dicho sea de paso no es un estigma ni mucho menos- le comunicó Marta luego de unos momentos.
El pobre Manuel la escuchaba embelesado, le fascinaba su tono de voz y vocabulario, aunque no se atrevía replicar nada. Estaba como paralizado, absorto en sus palabras, ademanes y en su belleza. No quería pronunciar palabra para que no se desvaneciese el ensueño. Sólo tenía claro que le presentarían a una estupenda mujer. Súbitamente sintió miedo porque jamás podría pagar eso, y a lo mejor todo quedaría en lo que podría haber sido pero que lamentablemente no fue. Su expresivo rostro palideció. Samuel, atento, percibió la turbación de Manuel y le dijo que se tranquilizara, que esto era un favor de amigos, nada más.
Poco después apareció una joven muy bella, de porte distinguido, más alta que el promedio. Su nombre era Beatriz. Un corte de estilo resaltaba su pelo negro azabache y su tez muy blanca. Tenía grandes ojos rasgados, cuya prolongada comisura de los párpados hacía brillar más el color verde mar de su iris. Cuello largo y delgado, pechos erguidos, y una esbelta pero curvilínea figura le conferían un especial encanto. Saludó de beso a los dos varones y se sentó en un sillón de tres cuerpos junto a Manuel, quien cohibido dejó un gran espacio entre ellos. Ella solamente lo miró, esbozó una sonrisa cariñosa pero mantuvo silencio. Como anfitriona, Marta, sutilmente, le sugirió a la joven que invitara a Manuel a conocer el departamento. Ambos se levantaron siguiendo sus indicaciones.
Dos horas más tarde, casi en plena mañana, aparecieron en el living Beatriz y Manuel, quien no cabía en su pellejo de tanta felicidad, irradiaba satisfacción y ternura hacia su joven pareja; la contemplaba arrobado, no pudiendo disimular su entusiasmo amoroso. Marta y Samuel tomaban un desayuno adelantado. Ambos se sentaron a la mesa. Marta instó a Manuel para que comiese y recuperara fuerzas. A continuación, realizó un guiño casi imperceptible a Samuel pero que él lo captó de inmediato. Cruzaron miradas de preocupación.
- Yo creo que es hora de irnos, Manuel. Despidámonos de estas bellas damas y vayamos a dormir, mira que ni tú ni yo hemos pegado pestaña- señaló Samuel de manera perentoria.
- Claro, como quieras. Pero déjame conversar antes con Beatriz- pidió Manuel a su amigo
- ¡Pero hombre, ya es tarde y no debemos seguir dando la lata!
- No te preocupes Samuel, es un segundo nada más. Después nos vamos.
Nadie se atrevió a impedírselo. Su resolución era evidente, exigía conversar algo con ella y no transaría en ello.
- Bueno ya, estás igual que un borracho cuando tratan de quitarle las llaves del auto porque insiste en manejar. Conversa con ella- cedió Samuel.
Tomó a Beatriz del brazo, y la llevó al fondo de la estancia para que no se escuchara nada de lo que hablasen.
- No me puedo ir sin decirte que te quiero, me muero por ti Beatriz. Jamás pensé que uno podría sentirse tan contento. ¿Cuándo puedo verte? Mejor dame el número de tu celular así estamos en contacto, yo no tengo pero hoy mismo me compro uno. ¿Podríamos ir al cine o donde tú quieras? – farfullaba atolondrado.
- El problema Manuel es que yo tengo una agenda muy ajustada, casi no me deja tiempo para nada. Debes comprenderme y no exigir nada por ahora ¿Parece que Samuel está bastante apurado, no crees? Conversa con él por favor. Lo pasé muy bien contigo, eres muy tierno y amoroso- contestó decidida, pero a la vez le dio un tono cariñoso a su respuesta para no herirlo.
La mirada de Beatriz a Marta era suplicante, debía sacarle de encima a Manuel. Ella no quería echar a perder todo lo que había trabajado durante la noche para crear un ambiente grato, y que él se sintiese a sus anchas, como un rey. Había hecho un excelente trabajo. Le quedaría grabado toda su vida como algo idílico. Pero ella llegaba hasta ahí nada más. Marta se decidió a intervenir para zanjar adecuadamente la situación.
- Tú sabes que yo soy muy amiga de Samuel así que habla con él para que te contactes con nosotras. Tal como te dijimos anoche, éste era un favor de amigos, dejemos que las cosas sigan su curso normal y no las apuremos - le manifestó Marta con su gentil entonación
- Vamos ya. Pasaron tus minutos y no podemos ser descorteses- advirtió Samuel.
Un cabizbajo hombre, que minutos atrás estaba exultante, se despidió cortésmente de las mujeres. Nuevamente lo absurdo y su credulidad le jugaban una mala pasada. Al creer, suponía que realmente sabía, y eso lo llevaba indefectiblemente a una tragedia o a una estupidez. No estaba seguro si en estos momentos era más infeliz que antes, cuando se contentaba con lo que tenía. Conoció los placeres y las delicias del amor pero también las perdió de manera rápida y estrepitosa. ¿Cómo debería entender eso? ¿Samuel le había hecho un favor o se burló de una manera más cruel de lo que jamás hicieran en la oficina?
- Lo que tienes que hacer ahora Manuel es dormir, mañana, despejado, tendrás la película clara. Sabrás dimensionar tu experiencia y sacar tus conclusiones. No te apresures - le comentó paternalmente su imprevisto amigo.
Manuel le indicó dónde vivía y se dirigieron hacia su hogar. En el trayecto evitaron intercambiar palabras, esperaban el momento oportuno. Frente a su casa Samuel le expresó calmadamente:
- Quiero decirte algunas cosas: primero, lo que tú viviste fue pagado, y no es una situación real; no debes confundir los planos. Segundo, considera que fue un privilegio haber conocido a una mujer como Beatriz y haber estado con ella. Un sueño hecho realidad pero que se esfuma una vez que despertamos. Chao, que descanses.
- Chao, nuevamente, un millón de gracias. Nos vemos en la oficina- se despidió Manuel.
Entró a su casa y pidió disculpas a su vecina por haber tardado tanto en volver. Le comentó que el balance recién se había terminado y que estaba agotadísimo. Dormiría un poco.
Observó su dormitorio y no le gustó para nada el panorama que vio. Estaba dichoso donde no debía ni podía estar y se encontraba enclaustrado e insatisfecho en su propio ambiente. No comprendía lo absurdo de su nueva situación; vivir le abrió nuevos horizontes que no podría haberlos soñado siquiera porque nunca se los imaginó. Hoy podía hacerlo, aunque no experimentarlos. ¿Debería dejar de soñar bajo este nuevo prisma o elegir un nuevo camino donde, al menos, existiera la posibilidad de cumplir en algo sus sueños? Sus recónditas contradicciones estaban irrumpiendo cual flujo de lava, proveniente de un activo pero adormecido volcán que despertaba de su profundo sueño emitiendo fuego, gas caliente y fragmentos de rocas, que minaba la actitud pusilánime de Manuel.
La responsabilidad por el cuidado de su madre y el trabajo no le dejaba tiempo ni espacio para volar hacia nuevos horizontes. Sus alas estaban cortadas, era como un albatros en tierra, torpe y fácil presa para los ataques. Tenía claro que su personalidad no era la de un águila pero deseaba que fuese así. También comprendió que su deleite consistiría en volar muy alto o sumergirse en las profundidades de las emociones y sensaciones. No veía escapatoria, pero su nuevo estado le exigía una renovación; debía ser un águila o un ave de altos vuelos, ya no podía seguir traicionándose a sí mismo.
Verla otra vez, y apurar la situación sería la jugada maestra contra estas crueles diversiones del azar. Ya lo tenía todo claro, él cambiaría para que todo fuese diferente.
El día lunes se levantó muy temprano como usualmente lo hacía pero no fue al trabajo ni tampoco avisó de su ausencia. Todos creyeron que se encontraba enfermo, pues él nunca faltaba. Trataba de recordar la dirección del departamento, al menos se acordaba vagamente de la zona y del alto edificio. Ubicó en un mapa el sector de la supuesta calle y se dirigió hacia allá. Recorrió por horas el tramo donde se suponía encontraría al edificio que buscaba. Una vez que creyó haberlo localizado, entró y preguntó en Conserjería si la señora Marta vivía allí. Para no parecer sospechoso declaró que después debía entregarle unos papeles pero que deseaba saber si ese era su domicilio. El conserje no dudó de lo que le decía aquel joven de cuello y corbata, y no tuvo inconveniente en ratificarle el número del departamento. Feliz, se retiró del lugar, ubicándose en la cuneta de enfrente, lo suficientemente cerca para vigilar la entrada. Deseaba ver cuándo entrara o saliese Beatriz. Suponía que no vivía allí y que sólo iba algunos días, quedándose sólo si había un cliente.
Esperó hasta el atardecer, no se movió ni un instante de su punto de observación. A medida que pasaba el tiempo su inquietud se incrementaba. ¿Qué haría cuando la viese? ¿Se detendría para conversar con él? ¿Podrían salir juntos? eran las dudas que lo atormentaban. No hacía calor pero él transpiraba de ansiedad, no sólo tenía las manos húmedas sino que gruesos goterones le surcaban el rostro. La desesperación lo estaba consumiendo. Entre el claro oscuro del ocaso divisó a la distante figura de Beatriz que caminaba por la acera de enfrente como a cien metros del departamento. Dudó en acercarse de improviso, no quería asustarla. Mejor esperaba su salida, pero un manto enfermizo de celos lo cubrió. Pretendía que nadie más estuviese con ella, solamente él debía ser su compañía. ¡Debía actuar ya!
Caminó a su encuentro por su propia vereda, muy despacio. En menos de unos minutos estarían a la misma altura de la calle. Beatriz, despreocupada, transitaba como siempre lo hacía por ese seguro barrio, jamás había tenido un inconveniente en su trayecto. Iba confiada, pensando a quién atendería esa noche y cuánto podría ganar. De pronto sintió que un antebrazo la sujetaba por el cuello y que una mano aprisionaba su brazo derecho, haciendo que se volteara a medias. Vio la cara de Manuel pegada a su rostro, percibió su aliento agitado, y gritó suavemente debido a que la presión sobre su cuello le impedía chillar.
-¡Manuel, qué estás haciendo!- balbuceó asustada
-Cálmate Beatriz, sólo quiero hablar contigo pero no tengo otra opción para que me escuches - le respondió, sin soltarla aún.
- Estás loco, suéltame de inmediato, que esto no es juego. Te puede costar caro- lo conminó.
- Mira lo único que deseo es hablar contigo un momento, si me prometes que no gritarás ni correrás, te suelto- replicó un Manuel cada vez más seguro de sí mismo. El peligro había hecho emerger soterrados rasgos de su personalidad. Se sentía bien, por primea vez estaba manejando una situación a su amaño.
-Bien, tú mandas pero por favor déjate de hacer locuras. ¿Qué tienes en contra mía si lo único que hice fue ayudarte? Me pagaron y estuve contigo. Recuerdo que tú quedaste feliz- balbuceaba Beatriz
- No tengo nada en contra tuya, por el contrario, te amo Beatriz. No soporto imaginarte en brazos de otros, separada de mí- le contestó casi gritando.
-Si me amas entonces no debes hacerme daño ni retenerme en contra de mi voluntad, esto no es amor, es patológico. Yo trabajo, no me entrego. Si desistes te prometo que no le contaré esto a nadie, quedará entre nosotros, pero me tienes que liberar de inmediato. En cualquier momento pasará un transeúnte y verá lo que me estás haciendo, y avisará de inmediato a la policía- trataba de convencerlo Beatriz, todavía incómoda e inmovilizada por el brazo que le sujetaba el cuello.
Mientras pasaba el tiempo más se atemorizaba, Manuel parecía fuera de sí y con una férrea determinación. Sollozaba y reiteraba sus súplicas, que Manuel desatendía fríamente.
- Ya veo que no has comprendido nada, eres igual a todas las otras prostitutas que conocí en aquél antro. Yo te hablo de sentimientos y no de dinero, pero eso es algo ajeno a tu mundo ¿no?- respondió un desencantado Manuel
Corroborando que sólo cabía ser otro hombre para que su mundo se modificara, lenta e impasiblemente apretó el cuello de Beatriz con ambos antebrazos hasta que ella quedó inerte en el suelo. Luego, comprobó que ya no respiraba y sin prisa alguna abandonó el lugar. De ahora en adelante buscaría afanosamente a su verdadera Beatriz.
Al día siguiente se presentó a trabajar sin dar explicaciones de su ausencia. Pocas semanas después, Jorge o cualquiera de los otros compañeros se abstenían de gastarle bromas; algo en su mirada les frenaba a hacerlo. No sabían qué era, pero lo cierto es que el antiguo Manuel había desaparecido. En vez de él, había un hombre más seguro de sí mismo pero también más huraño, que apenas llegaba la hora de salida, se retiraba de la oficina.
En los meses posteriores, usualmente en barrios residenciales y tranquilos, elegantes damas de compañía fueron estranguladas en horas del ocaso. Asesinatos sin móvil aparente, pero que obedecían al patrón de un asesino en serie.
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