Al ser llevado a juicio en un Concilio extraordinario convocado al efecto, el papa Formoso no mostró signo alguno de contrariedad. Ni siquiera al ser vestido nuevamente con los ornamentos distintivos de su pasada jerarquía suprema, mitra y báculo incluidos, expresó la menor inquietud. Tampoco se inmutó cuando el entonces papa, Esteban VI, pronunció la gran acusación contra él, aquella que implicaba la nulidad de todos los actos y ordenaciones de su papado, y por la que se pretendía borrar su nombre de la Historia de la Iglesia, acusación que no era otra que la de haber abandonado la diócesis de Porto para ocupar la silla de Pedro, lo cual , siendo cierto, no constituía más que una falta de carácter leve y contaba, además, con el precedente del papa Marino I. Tampoco dijo ni una palabra en su descargo cuando fue objeto de las mayores y más burdas infamias y calumnias por parte del papa Esteban VI, a pesar de que era evidente que éste actuaba como un títere cuyos hilos movían el emperador Lamberto de Spoleto y su madre Agiltrude, quienes no perdonaban al papa Formoso su apoyo al rey alemán Arnulfo, por cuyas venas, al igual que por las de Lamberto, también corría la sangre de Carlomagno, y a quien había nombrado emperador hacía sólo unos meses en la Basílica de San Pedro.
Finalmente, tras ser declarado culpable, el Papa Formoso fue arrojado al río Tiber, no sin antes habérsele arrancado los dedos pulgar, índice y corazón de la mano derecha, aquellos que había usado para impartir sus bendiciones. Y a todo esto, el papa Formoso callado como un muerto........, como lo que era desde hacía nueve meses. Su cadaver había reposado (es un decir) desde entonces en la Basílica de San Pedro, hasta que unos energúmenos lo desenterraron para que presenciara (es un decir) la tétrica mascarada descrita.
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